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domingo, 28 de octubre de 2012

"OTELLO" DESDE EL MET.


Hace unos días hablaba en este blog de la retransmisión en directo desde La Scala de Siegfried y de la escasa asistencia de público a la sala de cine (al menos en la que yo estuve). Ayer había una nueva retransmisión, esta vez desde el Metropolitan de Nueva York, y con una obra imprescindible de la historia de la ópera como es “Otello” de Giuseppe Verdi, y esta vez, afortunadamente, el cine presentaba una entrada bastante buena.

No sé si el mérito será de Verdi frente a Wagner, del día de la semana, de que el cine de ayer esté en la capital y el del martes se encuentre fuera del casco urbano de Valencia, o de que el precio en lugar de 22 euros sea de 18 (que ya está bien…). Posiblemente sea un poco de todo, pero el caso es que después de la depresión que causaba el martes la desolada sala de cine, ayer volví a recobrar la esperanza en que este tipo de eventos pueda seguir funcionando.

Había una gran expectación ante este “Otello” neoyorquino, con un reparto que en principio auguraba un buen nivel artístico. Esta es una obra que requiere un trío protagonista de un gran nivel vocal y dramático y suele ser bastante difícil juntar actualmente tres cantantes que cumplan con todas las exigencias de la página verdiana. Y en mi opinión ayer tampoco se logró.

El tenor sudafricano Johan Botha es un cantante que a mí particularmente me gusta muchísimo. Especializado en papeles wagnerianos, yo le he escuchado en varias ocasiones y siempre me ha causado una muy buena impresión, incluyendo un Tannhäuser en directo donde pude comprobar que su voz en vivo aún ganaba más. Vocalmente, al Otello que pudimos escucharle ayer creo que se le pueden hacer pocos reproches. Botha solventó la dificilísima partitura con una notable solvencia, luciendo esa preciosa voz que le caracteriza, luminosa, broncínea, de forma impecable. Pero… su expresividad fue nula, y eso con Otello es imperdonable. Ya no me refiero sólo a la inexpresividad dramática derivada de su natural dificultad para moverse en escena debido a su disparatado sobrepeso, sino a un fraseo plano, carente casi siempre de una mínima dosis de emoción y sentimiento. Los únicos intentos de Botha por transmitir las emociones del personaje parecían centrarse en abrir mucho los ojos y apretar las mandíbulas.

Por su parte, el Iago que compuso Falk Struckmann se encontraba en el polo opuesto. Si algo se debe alabar de la actuación del barítono alemán es su entrega dramática y su desbordante expresividad (a veces rozando la sobreactuación), dotando al personaje de toda la perversidad que requiere, siendo ejemplar en este sentido su emocionante Credo. Pero… vocalmente no me convenció en absoluto. Su canto era lo más opuesto a la belleza canora de Botha. La voz era permanentemente empujada, originando unos sonidos arrastrados feísimos, con unos finales de frase abiertos y berreantes, cargados de dramatismo eso sí, pero dejando entrever evidentes carencias vocales.

Afortunadamente, en un punto medio se encontró la actuación de la Desdémona que nos ofreció la veterana Renée Fleming. Pese a que los años se van notando y la frescura no es la misma que cuando interpretó este papel en esta misma producción a mediados de los años 90 junto a Plácido Domingo, Fleming domina el personaje y sigue obsequiándonos con su cuidadísima y pulcra emisión y esos pianísimos marca de la casa, con un cuarto acto colosal, ejemplo de expresividad y elegancia vocal, al tiempo que ofrece una sentida y apasionada actuación dramática. En este aspecto resultó bastante frustrante el maravilloso dúo del tercer acto con Botha, con unas voces esplendorosas por parte de ambos, pero mientras ella estaba viviendo un drama horrible, él parecía estar leyendo los resultados de la quiniela.

Del resto del reparto merece destacarse el Casio del joven tenor (28 años) norteamericano Michael Fabiano, que presentó una voz francamente bonita que manejaba con muchísimo gusto.

La aparición en escena del veterano James Morris como Lodovico fue bastante patética desde el punto de vista vocal, pues quedaba en evidencia el ostensible deterioro de su instrumento, si bien ha de interpretarse como un cariñoso homenaje del Met al que durante muchos años fue el Iago por excelencia del teatro neoyorquino.

Me llamó la atención una vez más la ingente cantidad de integrantes del Coro, así como su elevada edad. Había planos en los que aquello más que el coro del Met parecía la función de Navidad del Hogar del Jubilado. No obstante, como la veteranía debe ser un grado, musicalmente en sus intervenciones cumplieron mejor que bien.

La dirección musical que llevó a cabo Semyon Bychkov no me convenció. Podría calificarse de correcta, sin más, pero eso en un escenario como el Met y con una obra maestra como “Otello” no es suficiente. Aunque en el último acto la orquesta pareció cobrar el papel protagonista que el clímax requiere, en general me resultó una interpretación sosa, muy falta de espíritu y garra; en definitiva, una lectura muy distanciada de lo que a mi juicio debería ser el ideal verdiano.

En cuanto a la dirección escénica de Elijah Moshinsky, poco hay que decir de esta producción archiconocida que además de ser antigua lo parece. Más tradicional y ajustada al libreto es imposible, pero poco más ofrece que un marco de cartón piedra para que los cantantes hagan por allí lo que consideren oportuno, lo cual en el caso de Johan Botha se resumía en cantar muy bien y abrir mucho los ojos cuando se enfadaba, y es que la dirección de actores dejaba mucho que desear, resolviéndose las situaciones de forma muy tosca y poco imaginativa. El baile concebido para el “Beba con me” merece reseña aparte, ni Don Lurio lo hubiera concebido más casposo.

Fue curioso ver entre acto y acto las imágenes de lo que ocurría tras el telón sobre el escenario. Lo primero que llamaba la atención era la cantidad de gente que trabaja en el Met en tales menesteres. Legiones de operarios llevando a pulso la escenografía del siguiente acto. En los teatros españoles, tras los recortes, no se vería tanta gente sobre el escenario ni aunque el público tomase el mismo al asalto. También resultó llamativa la “muerte” de Desdémona (Fleming) cayendo de espaldas, en una postura complicada, sobre las escaleras contiguas al lecho matrimonial. Por eso nadie se extrañaría de ver a la soprano norteamericana al acabar la función tocándose la riñonada con gesto de dolor.

La verdad es que releyendo todo lo anterior parece que el resumen pudiera ser que lo pasé fatal en el cine, pero nada de eso. Un “Otello” siempre es un “Otello” y la maravillosa música de Verdi se impone a cualquier adversidad. Me quedo con todo lo positivo y la verdad es que ya firmaba yo porque el nivel de ese “Otello” previsto para el Festival del Mediterrani de 2013 pudiese ser parecido…

Eso, si para entonces hay Festival del Mediterrani...


video de FathomEvents

martes, 21 de diciembre de 2010

"TANNHÄUSER" (Richard Wagner) - Royal Opera House - Londres 19/12/10


El gran inconveniente de sacar las entradas de ópera con la antelación que requiere la garantía de no quedarte sin ellas, es que luego te llega un temporal de frío y nieve que colapsa el transporte aéreo en Europa y, si no te dejan con cara de bobo en tierra directamente por Decreto de easyJet, te quedas con más cara de bobo aún debatiendo si te lanzas a la aventura, a riesgo de comerte el turrón en el Mc Donald’s de Gatwick, o te quedas en casa tranquilo como un vulgar cobarde-gallina.

La tentación de un “Tannhäuser” wagneriano en el Royal Opera House Covent Garden de Londres, con un reparto muy atractivo, era demasiado fuerte, y el sentido común que le queda a uno cada vez va siendo menos, así que opté por la aventura. Y afortunadamente todo se dio bien y pude regresar a casa el día previsto, aunque todavía no me explico cómo, pero después de lo visto por esos aeropuertos, si la ocasión se repite, os aseguro que me compro una cresta y aprendo a cacarear, pero no me la vuelvo a jugar.

Hacía 25 años que “Tannhäuser” no se representaba en el teatro londinense, y para este reencuentro con la ópera de Wagner se ha optado por una nueva producción que cuenta con la dirección artística de Tim Albery, y musical del ruso Seymon Bychkov, y un reparto liderado por Johan Botha, Eva Maria Westbroek, Christian Gerhaher y Michaela Schuster.

La verdad es que con ese plantel musical, la escena quedaba como algo secundario, pero sí he de decir que no me desagradó. Albery representa el Venusberg del primer acto como una reproducción exacta del proscenio del ROH, donde la boca del escenario londinense se convierte en una puerta abierta al mundo de las pasiones y los sentidos de Venus. Frente a ella, Heinrich Tannhäuser, sentado en una silla de espaldas al público, como un espectador más, recibe la propuesta seductora de la diosa.

El ballet del acto I, que en mí suele ser motivo de bostezo garantizado, he de confesar que me gustó, llevándose a cabo en esta ocasión alrededor y sobre una enorme cama-mesa de banquetes.

El Wartburg por el contrario es reproducido como ese mismo proscenio derruido y avejentado, constituyendo estos restos junto a unas sillas tiradas, escombros y jirones de telón, la única escenografía, a la que se unirá un árbol en el último acto.

Ese proscenio derruido representando la decadencia del brillante Wartburg de antaño se convertía, dada la situación actual que vive la lírica, en todo un símbolo. En el dúo del segundo acto entre Elizabeth y Tannhäuser, donde celebran la vuelta de éste y el renacimiento de la ilusión pasada, el falso proscenio queda a oscuras y el real se ilumina realzando la idea del resurgimiento con la vuelta de Heinrich.

A pesar de la oscuridad general dominante, salvo en el Venusberg, donde la luz reina, la iluminación de David Finn ofreció algunos momentos interesantes como la aparición del pastorcillo o la del coro infantil y el masculino en la última escena, que fueron dotados de una gran fuerza estética y dramática.

Las mayores carencias de esta puesta en escena las encontré en la dirección de actores, no acabándose de trabajar adecuadamente la interrelación de los personajes en el movimiento escénico de los mismos.

En definitiva, una propuesta que no aporta nada nuevo, pero que sinceramente no me molestó en absoluto, ni siquiera la bobada de que el Landgrave y los Turingios fueran vestidos como partisanos o guerrilleros chechenos sin que se sepa muy bien por qué.

Pero como decía antes, la dirección artística importaba muy poco ante la grandeza musical vivida, y con no molestar ni despistar ya cumplía con su papel.

Semyon Bychkov, al frente de la siempre solvente Orquesta del Royal Opera House, dirigió con pulso vivaz una versión muy intensa y detallista en la que los contrastes dinámicos cobraron protagonismo. En los pasajes más líricos los tempi se ralentizaban sin que la tensión menguase un ápice, consiguiendo unos pianísimos asombrosos. Hubo instantes en que la lectura del ruso alcanzó un intimismo casi camerístico, mientras que en los fragmentos más heroicos o solemnes el esplendor de la orquesta wagneriana brillaba deslumbrante. Nunca había escuchado a este hombre dirigir en directo y lo cierto es que salí gratísimamente sorprendido de su inteligencia para desmenuzar con precisión las sonoridades y texturas wagnerianas.

La Orquesta del ROH sonó extraordinariamente bien empastada, con un grado de ajuste y cohesión que sólo deslucieron muy puntualmente un par de entradas de los metales y una percusión que en algún momento se desmandó ligeramente. Destacaron singularmente las intervenciones solistas de arpa y oboe y una sección de cuerda que estuvo perfecta.

El Coro titular del recinto londinense tuvo también una tarde inspiradísima y aunque en el femenino hubo un puntual desajuste en las sopranos, el masculino alcanzó la excelencia mostrando un poderío incuestionable.

Con la que estaba cayendo en el exterior a casi nadie le extrañó que antes de iniciarse la función saliera “la chica del micrófono”, en medio de un general “ooohh” de decepción antes incluso de escucharla, que luego aumentó en intensidad al conocer que el ausente iba a ser el barítono alemán Christian Gerhaher. Parece que el cantante se había visto afectado por el caos aeroportuario y había intentado llegar en un tren desde París, pero los retrasos lo habían impedido.

Lo que ocurrió a partir de ahí fue bastante surrealista. En su lugar cantó el papel de Wolfram von Eschenbach el joven barítono Daniel Grice, pero lo hizo desde un rincón del proscenio, leyendo la partitura, mientras en escena su personaje era gesticulado por un actor. Resultado: un ridículo importante. Grice cantó con gusto y buen fraseo, pero la voz era pequeña y los nervios también se hacían notar. No obstante, pasó la prueba con dignidad. Menos digno fue ver a un actor de cara triste gesticulando a boca cerrada, ante el carcajeo difícilmente contenido de algún miembro del Coro en un momento tan intimista como la canción de Wolfram en el concurso.

Para que no acabasen las sorpresas, al levantarse el telón al inicio del tercer acto, allí estaba, para dicha de todos, Christian Gerhaher. Y vaya si se notó la diferencia. El alemán compuso un Wolfram inconmensurable. Su actuación fue todo un alarde de sensibilidad e intensidad emocional, haciendo brillar sutilmente un sinfín de matices, a través de una potente voz homogénea y bellísima, que destila nobleza. Ya se ha convertido casi en un tópico al hablar de Gerhaher, pero es verdad que la pureza y elegancia de su canto operístico es la propia de un liederista consumado y es casi imposible no acordarse de Fischer-Dieskau. Absolutamente conmovedor fue su “O du mein Holder Abendstern” (Oh tú, dulce estrella del crepúsculo) e inolvidable su dúo con Johan Botha en ese tercer acto que quedará para siempre en mi recuerdo.

Encontrar actualmente voces idóneas para asumir el papel de Tannhäuser es misión casi imposible, pero dentro de esa “pertinaz sequía” de voces heroicas wagnerianas que nos invade, Johan Botha, junto a Peter Seiffert, es de los pocos tenores capacitados hoy en día para defender el rol con ciertas garantías. Botha exhibió una voz densa, de centro bellísimo y agudos firmes, con algún apuro en la zona grave, pero con emisión limpia, dicción perfecta, generoso fiato y claridad y potencia en la proyección, siendo su fraseo sentido y muy ajustado al texto. Supo apianar con elegancia y mostró una gran resistencia, aguantándole la voz sin aparente quebranto en el exigente tercer acto. Dos pequeños gallitos no deslucieron una actuación magistral, como tampoco lo hizo un cierto estatismo escénico motivado básicamente por su corpulencia física, pero que se vio compensado con la pasión vocal que supo imbuir a su discurso, consiguiendo expresar con su voz toda la complejidad del personaje. Sin lugar a dudas un excelente Tannhäuser, que fue recompensado con una atronadora y unánime ovación.

De Eva María Westbroek poco me queda por decir que no haya venido repitiendo en este blog cada vez que la he escuchado en directo. Su voz amplísima superaba la orquesta wagneriana como si de una agrupación de cámara se tratara. La intensidad emocional, arrebatadora expresividad y carisma escénico que impuso, ayudaron a construir una Elizabeth referencial, alejada de otras lecturas más ñoñas de este personaje. Nada más salir a escena ya ejecutó un “Dich teure Halle” soberbio, lleno de emotividad, fuerza y con matices auténticamente gloriosos. El dúo subsiguiente con Johan Botha fue una maravilla, con ambos cantantes derrochando musicalidad, delicadeza y controlada pasión. Y en la defensa que hace en el Wartburg de su amado, todo el arsenal expresivo y talento dramático de Westbroek engrandece el rol y dota a esa Elizabeth virginal e idealizada de una profunda humanidad no exenta de pasión, donde el amor se convierte de forma natural en el eje de su conducta. Una nueva lección de canto e interpretación operística de la cantante holandesa.

Michaela Schuster es una Venus de voz imponente, pero a la que se puede achacar cierta frialdad y falta de transmisión de la capacidad de seducción que va intrínseca al personaje, siendo el único punto que ensombreció una extraordinaria actuación de la cantante alemana, que enhebró algunas medias voces de enorme belleza.

Christof Fischesser fue un correcto Landgrave, aunque se echó de menos una mayor prestancia y poderío escénico. El resto del reparto supo mantenerse a un buen nivel sin afear el magnífico resultado del conjunto.

El papel del pastor fue encomendado a un niño, Alexander Lee, una voz blanca de esas que me dan un poco de grima, y que presentó alguna desafinación.

El público que llenaba por completo el recinto, salvo unos pocos huecos originados por el caos meteorológico de las islas, prorrumpió en una cerradísima ovación braveando hasta la ronquera al cuarteto protagonista (sustituto incluido) y, sobre todo, a Semyon Bychkov y la Orquesta del ROH.

Sobre la tropa del culo inquieto que abandona sus localidades a la carrera, mucho he hablado en diversas ocasiones, pero lo de este teatro es de nota. Nada más finalizar la obra, antes de que se enciendan las luces, no menos de un cuarto del aforo se abalanza hacia las puertas arrollando cuanto encuentra a su paso, cual manada de ñúes sedientos, y les importa un cucumber haber asistido a una función memorable con unos artistas dando lo mejor de sí durante cuatro horas y media, que cuando acaban los saludos finales ellos ya están en el Pub trajinándose una pinta con fish and chips. Triste realidad globalizada.

Los más raritos, aún tuvimos el ánimo de acercarnos a una Stage Door inusualmente poco concurrida, donde cada vez que se abría la puerta de la calle los pingüinos y osos polares te mordisqueaban los tobillos y el cogote sin piedad. Allí pude felicitar personalmente a la mayoría de los intervinientes y pude charlar unos minutos con una Eva Maria Westbroek simpatiquísima que hablaba un castellano más que correcto y que, cuando se enteró de que había abandonado el clima de Valencia por escucharla y que previamente había hecho lo propio en Amsterdam y Salzburg, no dejó de agradecerme el haber ido y le decía a todo el que pasaba: "ha venido a verme desde Valencia" (supongo que mientras pensaba, con buen criterio, lo frikis que pueden llegar a ser algunos aficionados).

“Tannhäuser” habla del conflicto entre amor puro y amor sensual, entre razón y pasión, y se ve que yo quise aportar mi granito de arena (o mi copito de nieve, en este caso) acudiendo a mi cita londinense pese al caos reinante, haciendo prevalecer la pasión por la ópera al sentido común de quedarme en casita como haría cualquier mamífero con orejas. Por eso también casi acabo diciendo, como hace Heinrich Tannhäuser en el tercer acto: “mientras ellos descansaban en una posada, yo escogía por lecho la nieve”. Pero, afortunadamente, no fue así y además pude disfrutar de una noche de ópera wagneriana de las que no se olvidan.