Anoche se estrenó en el Teatre Martin i Soler del Palau de les Arts The turn of the screw (La vuelta de tuerca), la segunda ópera de Benjamin Britten que se representa en el coliseo valenciano desde su inauguración. El año pasado se inició este particular ciclo Britten con una fantástica producción de A midsummer night’s dream y la próxima temporada está previsto que continúe nada menos que con la gran Peter Grimes. Ojalá se mantenga esta presencia anual de Benjamin Britten en nuestro teatro por mucho tiempo, creo que es uno de los grandes aciertos del intendente Livermore.
Desde que se anunció la programación de esta temporada, el acontecimiento que más me ilusionaba era este estreno de The Turn of the Screw, si bien ya manifesté entonces que me dejaba cierto sabor agridulce el que se hubiera decidido encomendar su interpretación a alumnos del Centre de Perfeccionament. Me parece una sabia opción que se haya optado por representarla en el Teatre Martin i Soler, porque no deja de ser una ópera de cámara y resulta mucho más apropiado; pero dije, y mantengo, que, sin poner en duda la valía de los alumnos (unos más que otros) del Centre, la introducción de Britten en la programación habitual de Les Arts requiere que se ofrezcan buenas producciones y con buenas y adecuadas voces. La música de Puccini, por ejemplo, entra sin vaselina; la de Britten, al neófito se le puede atragantar más, pero siempre defiendo que un Britten bien interpretado te engancha para siempre.
Bueno, pues después de mis miedos iniciales, he de reconocer que la labor que llevaron ayer a cabo los alumnos del Centre fue espléndida. Hubo cosas mejores y peores, pero, en conjunto, el resultado vocal fue más que digno. Así que bravo por ellos y por quienes les hayan preparado concienzudamente, porque además la asunción de vocalidad y estilo fue magnífica.
Por el contrario, cuando vi que de la dirección escénica se encargaría el intendente multiusos Davide Livermore, pensé que su habilidad e ingenio y la potente base del libreto nos conducirían a una producción impactante. Y, en mi humilde opinión, no fue así. Me decepcionó bastante.
Esta nueva producción de Les Arts se mueve, como desgraciadamente viene siendo habitual, muy condicionada por las limitaciones económicas de la casa, de las que Livermore siempre ha sabido extraer oro puro. Ayer también ofreció cosas interesantes y visualmente atractivas, pero no acabó de redondear la faena ante un material que pienso que daba mucho más juego.
La escenografía es mínima, apenas unos elementos de mobiliario, un espejo que simboliza el lago (con reflejos molestos para el espectador, por cierto, otra vez más) y el resto de la acción será enmarcado por unas enormes paredes móviles que irán creando los diferentes ambientes y, sobre todo, simbolizando de forma efectiva la creciente presión psicológica que irán sufriendo los protagonistas. La inquietud de la vida en esa casa se enfatizará a través de atractivos juegos de luces y sombras que añaden un punto turbador y expresionista. Creo que todas estas ideas funcionan bien, pero después de las primeras escenas todo se vuelve repetitivo y poco original. Ese parpadeo de la luz de la lámpara, por ejemplo, al principio contribuye a desasosegar al espectador, pero acaba mareándole.
Los efectos con la vela, las cartas o el vaso son interesantes. Que los fantasmas aparezcan en la pared, cantando detrás de ella, funciona visualmente bien, pero, sobre todo en el caso del tenor, dificultaba su proyección. Las escenas en que se gira el mobiliario y la casa se pone patas arriba, también impactan de inicio, pero luego te dejan padeciendo por si la cantante estará bien amarrada al sillón.
No me gustó en absoluto que en el sugestivo prólogo en el que suena el piano acompañando la voz del narrador, ésta saliera de un televisor, con sonido metálico de grabación y con la gracieta del chisporroteo de las interferencias televisivas. Y luego, ese recurso de que los espectros canten y doblen la voz y gestos los protagonistas para que nos demos cuenta de que no dejan de ser diferentes caras de la misma moneda, ya está bastante manido por el señor Livermore.
En conjunto la producción no funciona mal, presenta puntos de interés y sirve para conducir dramáticamente la acción. Y si valoramos los medios económicos disponibles le otorgaremos más mérito, pero yo me sigo quedando con esa impresión de que me esperaba bastante más.
En el foso, al frente de la, reducida para la ocasión, Orquestra de la Comunitat Valenciana, volvió a situarse el norteamericano Chistopher Franklin, quien ya lo hiciese anteriormente en Juana de Arco en la hoguera, de Honegger, y en Café Kafka, de Francisco Coll. En ambas ocasiones, especialmente en la primera de ellas, no me convenció nada de nada. Y ayer me volvió a generar las mismas impresiones. Su dirección fue completamente plana y desmanotada, sin prestar atención alguna a los detalles y matices que son tan importantes en una partitura como esta. Abusando del forte, sin administrar la tensión en los crescendos y fallando a la hora de dotar de equilibrio al conjunto orquestal. Por el contrario, se mostró muy atento con la escena, dirigiendo y marcando las entradas a los cantantes y logrando que estos siguiesen a la orquesta en los momentos más complicados. No sé muy bien qué es lo que han visto en este director para insistir en traerle, pero me preocupa seriamente, después de los resultados de ayer, lo que pueda perpetrar el año que viene con una ópera de enorme envergadura y exigencia como es Peter Grimes.
Que la dirección no acabase de estar a la altura no resta mérito al virtuosismo exhibido por todos y cada uno de los músicos que ayer ocupaban el foso, ofreciendo una vez más unas prestaciones excelentes. Sería injusto destacar a nadie en particular porque todos se mostraron al mejor nivel: celesta, piano, arpa, violines, viola, chelo, contrabajo, flauta, clarinete, oboe, fagot, trompa y percusión. Todos brillaron ante una partitura difícil y en una orquesta de cámara donde cualquier error queda inmediatamente en evidencia. Vaya lujo de músicos seguimos teniendo.
Como decía al principio, mi mayor miedo al inicio no eran los fantasmas de Quint y Jessel, sino el rendimiento que pudiesen dar los alumnos del Centre. He de reconocer que ese miedo se disipó bastante en cuanto se anunciaron oficialmente los nombres de Karen Gardeazabal y Nozomi Kato, posiblemente las dos mejores voces que ha dado el Centre en los últimos años, para los papeles de Institutriz y Mrs. Grose; pero, aún así, hay que felicitar a todos los cantantes que intervinieron ayer por los buenos resultados obtenidos.
El papel de La institutriz no es precisamente una perita en dulce, resulta muy complicado de cantar y de interpretar, y ayer Karen Gardeazábal estuvo a la altura en ambas facetas, ofreciendo una entrega absoluta. Es verdad que quizás se echó de menos esa madurez requerida para saber crear y administrar, vocal y escénicamente, la evolución psicológica que requiere este personaje; pero en cualquier caso lo cantó fantásticamente bien, con ese instrumento poderoso, compacto y de bello color que posee, con una dicción muy buena, un fraseo claro y expresivo y con un arrojo dramático imponente. Además, tratándose de una función de alumnos del Centre no toca cebarse en la faceta negativa, sino alabar lo positivo que se escuchó anoche, que no fue poco. Esta mujer, aunque nos pese, debería ir pensando en volar más allá del Centre Plácido Domingo y encarar una carrera que le está pidiendo a gritos retos mayores.
Muy notable también fue la señora Grose que nos brindó Nozomi Kato, quien ya nos conquistase el año pasado en otro Britten, con su papel de Hermia en A midsummer night’s dream. La cantante japonesa dio adecuada réplica vocal e interpretativa a Gardeazabal y los dúos entre las dos jóvenes intérpretes del Centre fueron de una alta intensidad emocional.
También me sorprendieron muy gratamente la Miss Jessel que compuso Marianna Mappa, así como la Flora de Giorgia Rotolo. Menos me convenció Andrés Sulbarán en el difícil rol de Peter Quint. Tuvo alguna desafinación y le faltó algo de brillo e incisividad, pero, como digo, el papel es muy complicado y se observó un notable esfuerzo por ajustarse al estilo, lo cual es de agradecer.
Posiblemente el triunfador de la noche fuese el joven del Trinity School Croydon, William Hardy, un Miles espléndido… con lo difícil que es encontrar una voz blanca adecuada al personaje y que además esté a la altura interpretativa que el rol demanda. Ni un reparo se puede hacer a su labor como actor, con un repertorio gestual tan sutil como eficaz que transmitía sus emociones de forma perfecta. Con un rendimiento vocal francamente bueno, siguiendo sin despistes a la orquesta y dotando de expresividad al canto, poniendo así la guinda a una actuación sobresaliente. Si hubiera que poner algún reparo, aunque no es culpa suya, es que el muchacho ha pegado ya el estirón y se le veía grandote para lo infantil del personaje.
La sala del Teatre Martin i Soler presentaba un buen aspecto cercano al lleno, con notable presencia de personal foráneo. Para lo que suele ser habitual en este tipo de representaciones no hubo apenas más que un par de deserciones durante la función y en los momentos en que la música se relajaba se percibía un silencio bastante sintomático de que el público estaba metido de lleno en la historia. Los aplausos fueron generosos para todos, incluido Livermore y su equipo escénico, aunque Gardeazabal, el muchachote Hardy y la orquesta fueron los que concitaron el mayor entusiasmo.
En definitiva, una noche con Britten de rechupete, mucho más satisfactoria de lo que de entrada me esperaba. Aún quedan dos funciones, mañana domingo y el sábado 10, con entradas de 25 euros. Sinceramente pienso que vale la pena acercarse a esta obra maestra. Yo repetiré.