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jueves, 13 de septiembre de 2012

MI PRIMER BAYREUTH (2ª parte: La experiencia musical)


Relataba en el anterior post mi primera experiencia como asistente al Festival de Bayreuth. Allí me centraba en las impresiones acerca de todos los rituales que rodean el Festival y las visitas a la ciudad bávara, y ahora quisiera comentar algo sobre lo que realmente viví dentro de la sala del Festspielhaus en el apartado musical.

Mi primer día en Bayreuth tenía lugar la representación de “Tristan und Isolde”. Precisamente se trata de una de mis óperas favoritas y difícilmente podría haber encontrado un mejor modo de estrenarme en este Festival al que durante tanto tiempo había soñado con poder acudir. El momento en que se apagaron las luces por completo y comenzó a sonar el maravilloso Preludio, con esas notas iniciales que cambiaron la historia de la música, siempre permanecerá en mi memoria como uno de los instantes más emocionantes que he vivido en un teatro de ópera, hasta el punto de no poder evitar que se me saltaran las lágrimas.

Aunque lo que de verdad debía haber provocado mi llanto era la puesta en escena concebida por Christoph Marthaler, por su racanería mental, falta de sentido dramático y nula comprensión del drama wagneriano, dibujando una Isolde entontecida en el segundo acto y un Kurwenal patético, con falda escocesa y andares de haberse defecado encima. Y todo ello sin aportar absolutamente nada con un mínimo de interés.

Pero no quiero hablar aquí hoy de esa absurda mamarrachada, sino centrarme en lo puramente musical, donde, sin ninguna duda, lo primero que debo destacar es el impacto que me produjo la acústica de la sala.

Ya había oído hablar mucho de ella y estaba preparado para disfrutar de un magnífico sonido, pero hasta que no estás allí no acabas de ser consciente de su excelencia. La concha acústica cubre el foso casi en su totalidad y, por la perspectiva de la sala, desde los asientos del Festspielhaus no se ve absolutamente nada de la orquesta. Parece que no haya foso. Esto me trajo a la memoria algo que contaba la insigne soprano sueca Birgit Nilsson, como fue su desconcierto la primera vez que pisó el escenario de Bayreuth al mirar al director, Eugen Jochum, y verle descamisado y con pantalones sport, hasta que recordó que desde el público no se le podía ver. Incluso parece que alguno como Thomas Schippers llegó a dirigir con camiseta y pantalón corto.

Esa posición de la orquesta y el sentido musical con el que se diseñó la sala y se eligieron los materiales, proporciona un sonido peculiar y único, enormemente aterciopelado, que surge del fondo mismo del teatro y se extiende y corre con un equilibrio extraordinario, donde todos los instrumentos tienen presencia, con una cuerda transparente y la percusión y los metales sonando más matizados. En relación con otros recintos operísticos aquí posiblemente se pierda brillantez, pero se compensa con el enorme equilibrio orquestal. Igualmente, el balance con las voces es perfecto y hasta las notas en pianísimo emitidas por los cantantes desde el fondo del escenario son perfectamente audibles, salvo que se trate de una voz minúscula. Incluso los peores agitabatutas que tengan la suerte de dirigir en este teatro tienen complicado destrozar el equilibrio orquestal y vocal, aunque tendrán que mostrar su valía en el juego de las dinámicas y el adecuado mantenimiento y evolución de la tensión.

El director musical de este “Tristán e Isolda” era Peter Schneider. Cuando el pasado mes de julio escuché la retransmisión por la radio de la primera de las funciones, su versión me resultó desangelada, plana y rozando el aburrimiento. Escuchada en directo, mis sensaciones fueron distintas. Mis sensaciones, no la realidad que seguía mostrándonos una batuta rutinaria y aséptica, pero posiblemente la sensacional ejecución de la orquesta, con unos metales soberbios, la acústica mágica de la sala, la inspiradísima partitura de Wagner y la emoción del momento, alejaron cualquier posibilidad de aburrimiento o frustración. Aunque, desde luego, tengo muy claro que con otro director en el foso mi experiencia hubiese sido mucho mejor, como comprobaría sobradamente al día siguiente.


En el apartado vocal tengo que destacar muy por encima del resto a la Isolde de una inconmensurable Irene Theorin, pese a que esta cantante no haya sido nunca santo de mi devoción. Su timbre me resulta ingrato, especialmente en la zona más aguda, y su tendencia al chillido ha llegado a enervarme en no pocas escuchas discográficas y radiofónicas. No obstante, la soprano sueca constituye uno de esos casos en los que una voz gana muchísimos enteros en directo, como ya pude comprobar hace un par de años en su “Elektra” del Festival de Salzburg. Pero es que, además, su Isolde es un ejemplo de expresividad, canto matizado, lleno de intención, fuerza, desgarro y arrebatado lirismo. Su timbre sigue sin enamorarme, pero su ejecución fue ejemplar, especialmente en un primer acto excelso. Su segundo acto fue incandescente poesía hecha canto, pese a las majaderías concebidas por el regista, y el liebestod final desbordó por completo el tarro de las emociones, cerrando su intervención con un pianísimo espectacular. He visto a Theorin en fragmentos de la grabación en Dvd de esta producción y me parece a años luz de lo que ofreció aquella noche en el Festspielhaus de Bayreuth.

Con Robert Dean Smith me pasó casi lo contrario. Este tenor es un todoterreno que, como otros muchos, ante la alarmante escasez de voces wagnerianas, lleva unos años inflándose a cantar papeles de tenor heroico sin serlo. Y, desde mi humilde punto de vista, de forma más que digna. Su Tristán, escuchado por la radio o en Dvd, me pareció muy meritorio, bien cantado y con un tercer acto pletórico. En directo, sin embargo, su voz me pareció mucho más irrelevante, con poco cuerpo y problemas de proyección, quedando deslucida su intervención en los preciosos dúos del acto segundo. No obstante, cumplió con creces y firmó un último acto espléndido al que llegó aparentemente fresco.

Extraordinario estuvo también el imponente Rey Marke que compuso el coreano Kwangchul Youn, con un fraseo sentido y emocionante; y muy bien la Brangäne de Michelle Breedt. Mención aparte, en lo negativo, merecen el insustancial Melot de Ralf Lukas y sobre todo el deficiente Kurwenal de Jukka Rasilainen, quien sin embargo fue incomprensiblemente aplaudidísimo en los saludos finales.

Posiblemente la mayor decepción que me traje de mi visita a Bayreuth fue comprobar cómo, también en este templo wagneriano, hubo un cenutrio que arrancó a aplaudir y soltó un desafinado y destemplado “bravo” cuando la última nota aún no se había apagado. No fueron pocos los que le chistaron y elevaron voces de desagrado, pero el caso es que rompió completamente la magia del momento.

Poco a poco el aluvión de aplausos fue in crescendo, tornándose en tormenta de bravos acompañados de los clásicos pateos rítmicos del suelo de madera de la sala, especialmente tras la salida de Irene Theorin, a quien yo también braveé ruidosa y repetidamente, como un auténtico hoolligan.

Al encenderse las luces, mi compañero de butaca, un elegante teutón de avanzada edad y gruesa nariz colorada, me miró sonriendo y me soltó una larga parrafada en perfecto alemán de la que no entendí ni una palabra. No sé si me decía: “que bien ha cantado la jodía”, “me gustas más que las salchichas con chucrut, cuerpazo” o “déjeme salir ya, por Wotan, que tengo la próstata regulera y me meo por la pata”. El caso es que yo también sonreí y cerré la conversación con un tajante y seguro: “Ja”. Sólo el espíritu de Wagner sabrá a qué demonios le dije que sí.



El segundo día tocaba “Tannhäuser”. Poco después de tener en mi poder las entradas tuve una alegría extra al conocer que el director musical sería mi admirado Christian Thielemann. Y escuchando a Thielemann me percaté de que aquella orquesta que el día anterior me había sonado a gloria, aún podía sonar mejor, muchísimo mejor.

Si emocionante fue el inicio de “Tristán e Isolda”, la Obertura de “Tannhäuser”, con la grandiosa Orquesta de Bayreuth a las órdenes de Thielemann, fue una obra maestra de inspiración musical y técnica de batuta, con una utilización portentosa de las dinámicas y los tempi y unos pianísimos en cuerda y metales casi imposibles. Pura emoción. Fue como si me hubiesen conectado una corriente eléctrica en la espalda y no la desenchufasen hasta su finalización, momento en el que pude percibir un débil rumor, una especie de generalizado suspiro de satisfacción, en un público que estaba controlando su reacción natural de ovacionar una ejecución portentosa. Y eso sólo era el inicio de una noche en la que Thielemann exhibió un dominio absoluto de la partitura, logrando mantener una tensión constante, haciendo brillar pequeños detalles que parecían haber estado ocultos entre las notas hasta que él los hubiera descubierto y donde los sonidos que surgían del foso maravillaron por su precisión, inteligencia musical e intensidad dramática, con una orquesta en estado de gracia.

Si la Orquesta de Bayreuth es el referente operístico wagneriano, otro tanto puede decirse del Coro de la casa. En “Tristán e Isolda” apenas tenía ocasión de lucimiento y por eso no he hecho mención antes de su excelente, aunque muy breve rendimiento, pero en “Tannhauser”, donde tiene un protagonismo muy relevante, demostró una potencia, equilibrio y homogeneidad sin parangón y dejó claro por qué es considerado el mejor coro wagneriano del mundo.

Para un enamorado de la música de Wagner, escuchar a esa orquesta y ese coro dirigidos por el genio de Thielemann en ese recinto con su peculiar acústica, es una experiencia que llega a rozar lo místico.

En cuanto a las voces solistas, la verdad es que el nivel general fue también estupendo. Yo destacaría a un magnífico Torsten Kerl. Este es otro cantante que sin ser un tenor heroico se ha convertido en un habitual de estos papeles y que solventa la papeleta de maravilla. Sólo en las frases finales del segundo acto rozó fugazmente el gallo y a punto estuvo de quebrarse, pero aguantó y completó una actuación de gran nivel tanto vocal como dramáticamente. Me gustó muchísimo y puede que esté destinado a ser el Tannhäuser de los próximos años.

Camilla Nylund fue una Elisabeth muy correcta y con poderío escénico, aunque su voz posiblemente sea demasiado lírica para un papel que no creo que sea el que mejor se adapta a sus características. También Michelle Breedt, la Brangäne del día anterior, cumplió sobradamente como Venus, con fuerza y presencia vocal, aunque en la vertiente más sensual del personaje presentase más limitaciones.

Günther Groissböck, a quien tuvimos ocasión de ver en Les Arts como el Gremin del “Eugene Onegin” de hace un par de temporadas, fue un estupendo Hermann y, pese a su juventud (más que el tío de Elisabeth parecía su hermano pequeño) luce una voz de auténtico bajo, contundente, con potencia, siendo, con justicia, uno de los más aplaudidos de la noche.

Sólo deslució el panorama vocal el flojo Wolfram de Michael Nagy, muy voluntarioso pero sin graves ni expresividad, en definitiva sin entidad para este papel y menos aún en este teatro y con las voces y músicos que le acompañaban.

De la puesta en escena de Sebastian Baumgarten voy a comentar muy poco. Dice el sabio que si catas un melón y está podrido, lo mejor que puedes hacer es tirarlo a la basura y no seguir comiendo. Y este sería el único destino razonable de semejante inmundicia escénica, porque lo de Baumgarten es de una podredumbre que tira de espaldas. El “Tristán e Isolda” de Marthaler era malo por absurdo y carente de ideas, pero esta defecación mental de Baumgarten es una provocación y un insulto al mundo de la ópera. El tipejo este suelta su discurso ridiculizando los personajes del drama y lo mismo le daba que la historia de base fuese “Tannhäuser” o un capítulo de “La Familia Telerín”. Las contradicciones con el texto son permanentes y las presuntas lecturas subyacentes las entenderá él después de chutarse. Las imbecilidades se suceden en escena sin descanso, como una Venus embarazada asistiendo al concurso de canto, unos espermatozoides gigantes bailarines o el coro de peregrinos, mientras suena la majestuosa música de Wagner, plagado de sujetos en calzones como autómatas limpiadores, momento éste en que opté por cerrar los ojos y concentrarme en lo que oía. Era algo tan surrealista como ver Benny Hill con el Adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler como fondo musical.

Al finalizar la representación asistí a una de las más grandes ovaciones en las que yo he estado presente en un teatro. Casi 30 minutos de aplausos (obviamente no salió a saludar ningún responsable escénico), y cada vez que aparecía Thielemann la sala se venía abajo. Yo acabé ronco y con agujetas en los brazos. Está claro que Bayreuth adora a Thielemann, con toda justicia, y el director berlinés honra ese escenario y engrandece el recinto concebido por Richard Wagner.


video de Sugerius

Pues hasta aquí el relato de mi peregrinación a Bayreuth. Una experiencia inolvidable. Ahora toca volver a la realidad. A esperar, cruzando los dedos, que podamos consolidar en Valencia una temporada de ópera estable y en condiciones, pese a la crisis.

De momento, al menos Les Arts ha anunciado ya oficialmente en su página web la programación de la temporada, que podéis consultar pinchando aquí. Falta todavía muchísima información y además, si siguen fieles a su línea tradicional de actuación, cualquier parecido que tenga lo que finalmente se represente con lo anunciado, será pura coincidencia.
 
Pero, ante todo, elevaremos nuestras plegarias y pelearemos con todos los medios a nuestro alcance para intentar que nuestros gobernantes, aunque sea dándose un golpe en la cabeza, tengan un destello de lucidez y adquieran suficiente sensatez para no echar por la borda lo conseguido a lo largo de los últimos años, defendiendo con uñas y dientes la orquesta y coro que tenemos. Porque si algo tengo todavía más claro después de haber escuchado en Bayreuth a la mejor orquesta y coro wagnerianos del mundo, es que en Valencia contamos con una orquesta y un coro de auténtico lujo.

 

jueves, 18 de junio de 2009

DIE WALKÜRE (Richard Wagner). Palau de Les Arts 16/06/09


A pesar de tener entradas para el segundo ciclo de la tetralogía del “Anillo del Nibelungo”, que empezará a representarse la próxima semana, el martes decidí asistir a la función de “Die Walküre” (La Valquiria) correspondiente al primer ciclo. Mi motivación principal era el interés en escuchar al tenor alemán Torsten Kerl en el papel de Siegmund, rol que desempeñará Plácido Domingo el próximo día 24.

Las perspectivas eran muy buenas, con un elenco de cantantes de gran nivel a priori. Yo no había visto en directo ni a Torsten Kerl ni a Eva-Maria Westbroek, pero tanto las grabaciones que había escuchado de ellos como las referencias obtenidas, hacían presagiar una gran velada de ópera con la maravillosa música compuesta por Richard Wagner.

Al final el resultado no fue el esperado.
Fue muchísimo mejor. Una grandiosa noche, llena de intensas emociones. Una función donde todos los dioses del Walhalla parecían haberse conjurado para que los allí presentes no olvidásemos nunca la fecha del 16 de junio de 2009. De hecho, cuando esto escribo, sigo profundamente conmovido por el espectáculo musical vivido el martes. Hacía muchísimo tiempo (por no decir nunca) que no asistía en directo a una representación con todos los cantantes a un nivel tan alto. Realmente aquello parecía una competición a ver quién lo hacía mejor y, según discurría la obra, en lugar de ir a menos, se seguían superando.

Este impacto emocional me llevó en principio a pensar que no iba a escribir sobre la representación. Simplemente porque me sentía incapaz de encontrar adjetivos apropiados. Sabía que, escribiese lo que escribiese, me quedaría muy lejos de poder transmitir todo lo que merecerían los tremendos artistas que nos obsequiaron con su infinito talento.
Pero aún así me parecía injusto dejar sin reseña un espectáculo como el vivido el martes. Sólo pido benevolencia ante mi pobreza expresiva si no soy capaz de analizar todo lo ocurrido ni trasladar toda la emoción sentida.

Sobre la puesta en escena de Carlus Padrissa y La Fura dels Baus, poco hay que decir. Más de lo mismo. Sin que suene peyorativo. Ya conocíamos su propuesta y la llevamos viendo estos últimos años. Siempre he dicho que me parece positiva y especialmente adecuada a las dos primeras entregas de la Tetralogía. Los defectos, los de siempre. Demasiada distracción visual y poca dirección escénica de actores. Pero hoy no es día de hablar de defectos.

La Orquesta de la Comunitat Valenciana, cuya calidad creciente nunca me canso de alabar, con Zubin Mehta al frente, funcionó mucho mejor que en el reciente “Götterdämmerung”. Volvió el director indio a abusar un poco del volumen, lo que se notó especialmente en la escena de las Valquirias que quedaban un tanto tapadas cuando no se movían por el registro agudo. Su sección de cuerda volvió a maravillar y ofreció algunos momentos excelsos, como el preludio y la escena final del primer acto, con cuyo último acorde el teatro no sólo prorrumpió en aplausos, como suele ser habitual, sino en un auténtico estallido de bravos, un grito unánime, apasionado, sin que el público pareciese querer descanso alguno.

La pareja Siegmund (Torsten Kerl) – Sieglinde (Eva-María Westbroek), estuvo inmensa. Perfecta. Su rendimiento es casi imposible de superar.
Torsten Kerl compuso un Siegmund impecable. Con más expresividad de la que suele hacer gala habitualmente. Mostró su conocida facilidad para el agudo, y lo que más me sorprendió de él fue su increíble dominio del registro grave, donde se movió con una autoridad y nitidez extremas.

Eva-Maria Westbroek merece, desde ya, un altarcito en Les Arts y sentida veneración. Su Sieglinde fue excelsa. Para mí, sin duda, la gran sorpresa de la noche. Me conquistó totalmente. Su atractivo timbre oscuro refulgió esplendoroso a pleno volumen en esas proyecciones sobrehumanas que exhibió la holandesa. La expresividad de su canto y su derroche actoral contribuyeron a que saliéramos convencidos de que ella ERA Sieglinde. Mostró cierta tirantez en el agudo, marca de la casa, pero su canto es un puro hechizo.

Os recomiendo visitar aqui la entrada que ha hecho Maac sobre la Westbroek, donde podéis escuchar como canta, entre otros papeles, el de Sieglinde.

Jennifer Wilson, no sé si motivada por la calidad de la pareja del primer acto, estuvo también deslumbrante. Sus agudos fueron limpios y seguros, y la entrada en escena de Brünhilde fue apabullante, con unos “¡Hojotoho!” perfectos. Pero es que además la valquiria-palo de otras ocasiones se movió en escena con soltura y derrrochó expresividad en su canto, con un fraseo impoluto, elegante, bellísimo.

El veterano Matti Salminen, vestido a lo Chewbacca, fue un malvado Hunding que, una vez más, enamoró a la platea con su profunda y poderosa voz y su presencia escénica. La anécdota de la noche estuvo en el traspiés que dio al tropezar con una de las tibias que conformaban su hogar y a un pelo estuvo de darse tremendo morrón.

El Wotan de Juha Uusitalo en las anteriores ocasiones que le había visto, sin llegar a estar mal, no me había convencido del todo. Pues bien, Uusitalo también dio lo mejor de si mismo y fue un Wotan de grandísimo nivel. Mostró una voz consistente y bien proyectada que supo administrar inteligentemente. Sus larguísimos 20 minutos de monólogo del segundo acto fueron espléndidos, desbordantes de riqueza expresiva y capacidad de matización, culminando con un “Das Ende” estremecedor. Dotó por fin al personaje de todo el carácter que requería.

Anna Larsson como Fricka fue la que menos brilló de los solistas principales, pero cumplió dignamente, como también lo hicieron las 8 Valquirias pese al volumen orquestal y tener que cantar subidas en unas grúas que no cesaban de moverse arriba y abajo.

La ovación final fue auténticamente apoteósica, quizás la más intensa que he escuchado en Les Arts, con todo el público puesto en pie reconociendo la excelencia del espectáculo ofrecido.

Ante tanta emoción y descarga adrenalínica costaba luego conciliar el sueño, pero ¿para qué quería dormir si ya estaba soñando?. Soñando que en Valencia habíamos visto una “Die Walküre” digna de Bayreuth.

Para finalizar os dejo con un fragmento del comienzo del Acto III, la cabalgata de las valquirias, en el ensayo general de hace dos años en Les Arts:



video de iTubeVlc

viernes, 3 de abril de 2009

LA CANCION DE MARIETTA

Brujas - Canal Rozenhoedkaai - Suraj Mathew

“Die Tote Stadt” (La ciudad muerta) es la ópera más famosa de las cinco que compuso Erich Wolfgang Korngold, y el pasaje conocido como “La canción de Marietta” su fragmento más popular.

Korngold fue un auténtico niño prodigio que estrenó su primera obra a los once años. Su estilo musical es inconfundible con ampulosas orquestaciones y una fuerza descriptiva casi cinematográfica.

De hecho, Korngold desarrolló gran parte de su carrera en Hollywood, convirtiéndose en un auténtico referente de la composición de bandas sonoras y en el músico que posiblemente más haya influido a los actuales compositores de música para el cine. Sus trabajos para “El sueño de una noche de verano” (1935), “Robin de los Bosques” (1938), “El Halcón del Mar” (1940) o "Entre dos mundos" (1944), son incuestionables obras maestras.

“Die Tote Stadt” desarrolla su acción en la ciudad belga de Brujas y se basa en la novela "Brujas, la muerta" de Georges Rodenbach. El libreto fue firmado por Paul Schott, en realidad un seudónimo del propio Erich y su padre Julius Korngold, reputado y temido crítico musical vienés, que prefirió ocultar su participación en la obra por miedo a la reacción que pudiesen adoptar sus colegas, vapuleados por él en otras ocasiones.

La antigua ciudad de Brujas, con sus viejas casas, sus canales, campanas e iglesias, se convierte en un símbolo de la muerte y del pasado, temas sobre los que gira toda la obra, en la cual Paul llora el reciente fallecimiento de su joven esposa Marie, apareciendo entonces Marietta, una bailarina con un asombroso parecido físico a la difunta. El final trágico previsto en la novela original es transmutado por los Korngold en el libreto, convirtiendo todo lo ocurrido en una ensoñación del protagonista.

Erich W.Korngold empezó a componer la música de esta ópera a los 19 años, comenzando precisamente por el fragmento "Glück das mir verblieb", conocido popularmente como “La canción de Marietta”. En ese momento de la obra, Paul entrega un laúd a Marietta, quien le dice que el instrumento precisaría de una canción. Así, Marietta comienza a entonar una vieja melodía que habla de amores fieles que deben morir, llevando a Paul al nostálgico recuerdo de su difunta esposa.

Dentro de la ópera realmente es un dúo entre soprano y tenor, pero la belleza de la pieza hace que sea habitual su interpretación en recitales y grabaciones por una soprano solista.

Hoy he querido traer aquí tres versiones muy diferentes de este hermosísimo fragmento.

En primer lugar podemos y ver escuchar la versión operística, con Angela Denoke y Torsten Kerl en la producción presentada en Estrasburgo en 2001:


video de kryltoppa

Seguidamente escuchamos la versión en concierto, con orquesta y soprano, en este caso Renée Fleming:


video de Onegin65

Y, por último, una curiosa y sugerente adaptación para voz, piano y cuarteto de cuerdas efectuada por Bengt Forsberg, habitual acompañante al piano de la genial mezzosoprano Anne Sofie Von Otter:


video de bendsito


LIED DER MARIETTA

Gluck, das mir verblieb,
Rück zu mir, mein treues Lieb.
Abend sinkt im Haag
Bist mir Licht und Tag.
Bange pochet Herz an Herz.
Hoffnung schwingt sich himmelwärts.
Wie wahr, ein traurig Lied.
Das Lied vom treuen Lieb,
Das sterben muß.
Ich kenne das Lied.
Ich hört es oft in jungen,
In Schöneren Tagen...
Es hat noch eine Strophe,
Weiß ich sie noch?
Naht auch Sorge trüb,
Rück zu mir, mein treues Lieb.
Neig dein blaß Gesicht,
Sterben trennt uns nicht.
Mußt du einmal von mir gehn,
Glaub, es gibt ein Auferstehn.

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LA CANCION DE MARIETTA

La alegría de antes
guarda el secreto de mi amor fiel.
La oscuridad apaga el día,
tú encenderás mi camino.
El miedo late en nuestros corazones
y la esperanza sube hacia el cielo.
Es en verdad una canción triste.
Es la canción de un verdadero amor
que pronto debe morir.
Conozco la canción.
La oí a menudo en mis días de juventud,
cuando era feliz...
Tiene otra estrofa.
¿Cómo era?
Los días jubilosos pueden huir,
pero tú, mi querido amor, quédate cerca de mí.
El tiempo pasará,
pero el verdadero amor se quedará.
Aunque nosotros tenemos que partir en el dolor,
en el más allá nos encontraremos de nuevo.
Traducción: María del Mar Huete 2003