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jueves, 13 de septiembre de 2012

MI PRIMER BAYREUTH (2ª parte: La experiencia musical)


Relataba en el anterior post mi primera experiencia como asistente al Festival de Bayreuth. Allí me centraba en las impresiones acerca de todos los rituales que rodean el Festival y las visitas a la ciudad bávara, y ahora quisiera comentar algo sobre lo que realmente viví dentro de la sala del Festspielhaus en el apartado musical.

Mi primer día en Bayreuth tenía lugar la representación de “Tristan und Isolde”. Precisamente se trata de una de mis óperas favoritas y difícilmente podría haber encontrado un mejor modo de estrenarme en este Festival al que durante tanto tiempo había soñado con poder acudir. El momento en que se apagaron las luces por completo y comenzó a sonar el maravilloso Preludio, con esas notas iniciales que cambiaron la historia de la música, siempre permanecerá en mi memoria como uno de los instantes más emocionantes que he vivido en un teatro de ópera, hasta el punto de no poder evitar que se me saltaran las lágrimas.

Aunque lo que de verdad debía haber provocado mi llanto era la puesta en escena concebida por Christoph Marthaler, por su racanería mental, falta de sentido dramático y nula comprensión del drama wagneriano, dibujando una Isolde entontecida en el segundo acto y un Kurwenal patético, con falda escocesa y andares de haberse defecado encima. Y todo ello sin aportar absolutamente nada con un mínimo de interés.

Pero no quiero hablar aquí hoy de esa absurda mamarrachada, sino centrarme en lo puramente musical, donde, sin ninguna duda, lo primero que debo destacar es el impacto que me produjo la acústica de la sala.

Ya había oído hablar mucho de ella y estaba preparado para disfrutar de un magnífico sonido, pero hasta que no estás allí no acabas de ser consciente de su excelencia. La concha acústica cubre el foso casi en su totalidad y, por la perspectiva de la sala, desde los asientos del Festspielhaus no se ve absolutamente nada de la orquesta. Parece que no haya foso. Esto me trajo a la memoria algo que contaba la insigne soprano sueca Birgit Nilsson, como fue su desconcierto la primera vez que pisó el escenario de Bayreuth al mirar al director, Eugen Jochum, y verle descamisado y con pantalones sport, hasta que recordó que desde el público no se le podía ver. Incluso parece que alguno como Thomas Schippers llegó a dirigir con camiseta y pantalón corto.

Esa posición de la orquesta y el sentido musical con el que se diseñó la sala y se eligieron los materiales, proporciona un sonido peculiar y único, enormemente aterciopelado, que surge del fondo mismo del teatro y se extiende y corre con un equilibrio extraordinario, donde todos los instrumentos tienen presencia, con una cuerda transparente y la percusión y los metales sonando más matizados. En relación con otros recintos operísticos aquí posiblemente se pierda brillantez, pero se compensa con el enorme equilibrio orquestal. Igualmente, el balance con las voces es perfecto y hasta las notas en pianísimo emitidas por los cantantes desde el fondo del escenario son perfectamente audibles, salvo que se trate de una voz minúscula. Incluso los peores agitabatutas que tengan la suerte de dirigir en este teatro tienen complicado destrozar el equilibrio orquestal y vocal, aunque tendrán que mostrar su valía en el juego de las dinámicas y el adecuado mantenimiento y evolución de la tensión.

El director musical de este “Tristán e Isolda” era Peter Schneider. Cuando el pasado mes de julio escuché la retransmisión por la radio de la primera de las funciones, su versión me resultó desangelada, plana y rozando el aburrimiento. Escuchada en directo, mis sensaciones fueron distintas. Mis sensaciones, no la realidad que seguía mostrándonos una batuta rutinaria y aséptica, pero posiblemente la sensacional ejecución de la orquesta, con unos metales soberbios, la acústica mágica de la sala, la inspiradísima partitura de Wagner y la emoción del momento, alejaron cualquier posibilidad de aburrimiento o frustración. Aunque, desde luego, tengo muy claro que con otro director en el foso mi experiencia hubiese sido mucho mejor, como comprobaría sobradamente al día siguiente.


En el apartado vocal tengo que destacar muy por encima del resto a la Isolde de una inconmensurable Irene Theorin, pese a que esta cantante no haya sido nunca santo de mi devoción. Su timbre me resulta ingrato, especialmente en la zona más aguda, y su tendencia al chillido ha llegado a enervarme en no pocas escuchas discográficas y radiofónicas. No obstante, la soprano sueca constituye uno de esos casos en los que una voz gana muchísimos enteros en directo, como ya pude comprobar hace un par de años en su “Elektra” del Festival de Salzburg. Pero es que, además, su Isolde es un ejemplo de expresividad, canto matizado, lleno de intención, fuerza, desgarro y arrebatado lirismo. Su timbre sigue sin enamorarme, pero su ejecución fue ejemplar, especialmente en un primer acto excelso. Su segundo acto fue incandescente poesía hecha canto, pese a las majaderías concebidas por el regista, y el liebestod final desbordó por completo el tarro de las emociones, cerrando su intervención con un pianísimo espectacular. He visto a Theorin en fragmentos de la grabación en Dvd de esta producción y me parece a años luz de lo que ofreció aquella noche en el Festspielhaus de Bayreuth.

Con Robert Dean Smith me pasó casi lo contrario. Este tenor es un todoterreno que, como otros muchos, ante la alarmante escasez de voces wagnerianas, lleva unos años inflándose a cantar papeles de tenor heroico sin serlo. Y, desde mi humilde punto de vista, de forma más que digna. Su Tristán, escuchado por la radio o en Dvd, me pareció muy meritorio, bien cantado y con un tercer acto pletórico. En directo, sin embargo, su voz me pareció mucho más irrelevante, con poco cuerpo y problemas de proyección, quedando deslucida su intervención en los preciosos dúos del acto segundo. No obstante, cumplió con creces y firmó un último acto espléndido al que llegó aparentemente fresco.

Extraordinario estuvo también el imponente Rey Marke que compuso el coreano Kwangchul Youn, con un fraseo sentido y emocionante; y muy bien la Brangäne de Michelle Breedt. Mención aparte, en lo negativo, merecen el insustancial Melot de Ralf Lukas y sobre todo el deficiente Kurwenal de Jukka Rasilainen, quien sin embargo fue incomprensiblemente aplaudidísimo en los saludos finales.

Posiblemente la mayor decepción que me traje de mi visita a Bayreuth fue comprobar cómo, también en este templo wagneriano, hubo un cenutrio que arrancó a aplaudir y soltó un desafinado y destemplado “bravo” cuando la última nota aún no se había apagado. No fueron pocos los que le chistaron y elevaron voces de desagrado, pero el caso es que rompió completamente la magia del momento.

Poco a poco el aluvión de aplausos fue in crescendo, tornándose en tormenta de bravos acompañados de los clásicos pateos rítmicos del suelo de madera de la sala, especialmente tras la salida de Irene Theorin, a quien yo también braveé ruidosa y repetidamente, como un auténtico hoolligan.

Al encenderse las luces, mi compañero de butaca, un elegante teutón de avanzada edad y gruesa nariz colorada, me miró sonriendo y me soltó una larga parrafada en perfecto alemán de la que no entendí ni una palabra. No sé si me decía: “que bien ha cantado la jodía”, “me gustas más que las salchichas con chucrut, cuerpazo” o “déjeme salir ya, por Wotan, que tengo la próstata regulera y me meo por la pata”. El caso es que yo también sonreí y cerré la conversación con un tajante y seguro: “Ja”. Sólo el espíritu de Wagner sabrá a qué demonios le dije que sí.



El segundo día tocaba “Tannhäuser”. Poco después de tener en mi poder las entradas tuve una alegría extra al conocer que el director musical sería mi admirado Christian Thielemann. Y escuchando a Thielemann me percaté de que aquella orquesta que el día anterior me había sonado a gloria, aún podía sonar mejor, muchísimo mejor.

Si emocionante fue el inicio de “Tristán e Isolda”, la Obertura de “Tannhäuser”, con la grandiosa Orquesta de Bayreuth a las órdenes de Thielemann, fue una obra maestra de inspiración musical y técnica de batuta, con una utilización portentosa de las dinámicas y los tempi y unos pianísimos en cuerda y metales casi imposibles. Pura emoción. Fue como si me hubiesen conectado una corriente eléctrica en la espalda y no la desenchufasen hasta su finalización, momento en el que pude percibir un débil rumor, una especie de generalizado suspiro de satisfacción, en un público que estaba controlando su reacción natural de ovacionar una ejecución portentosa. Y eso sólo era el inicio de una noche en la que Thielemann exhibió un dominio absoluto de la partitura, logrando mantener una tensión constante, haciendo brillar pequeños detalles que parecían haber estado ocultos entre las notas hasta que él los hubiera descubierto y donde los sonidos que surgían del foso maravillaron por su precisión, inteligencia musical e intensidad dramática, con una orquesta en estado de gracia.

Si la Orquesta de Bayreuth es el referente operístico wagneriano, otro tanto puede decirse del Coro de la casa. En “Tristán e Isolda” apenas tenía ocasión de lucimiento y por eso no he hecho mención antes de su excelente, aunque muy breve rendimiento, pero en “Tannhauser”, donde tiene un protagonismo muy relevante, demostró una potencia, equilibrio y homogeneidad sin parangón y dejó claro por qué es considerado el mejor coro wagneriano del mundo.

Para un enamorado de la música de Wagner, escuchar a esa orquesta y ese coro dirigidos por el genio de Thielemann en ese recinto con su peculiar acústica, es una experiencia que llega a rozar lo místico.

En cuanto a las voces solistas, la verdad es que el nivel general fue también estupendo. Yo destacaría a un magnífico Torsten Kerl. Este es otro cantante que sin ser un tenor heroico se ha convertido en un habitual de estos papeles y que solventa la papeleta de maravilla. Sólo en las frases finales del segundo acto rozó fugazmente el gallo y a punto estuvo de quebrarse, pero aguantó y completó una actuación de gran nivel tanto vocal como dramáticamente. Me gustó muchísimo y puede que esté destinado a ser el Tannhäuser de los próximos años.

Camilla Nylund fue una Elisabeth muy correcta y con poderío escénico, aunque su voz posiblemente sea demasiado lírica para un papel que no creo que sea el que mejor se adapta a sus características. También Michelle Breedt, la Brangäne del día anterior, cumplió sobradamente como Venus, con fuerza y presencia vocal, aunque en la vertiente más sensual del personaje presentase más limitaciones.

Günther Groissböck, a quien tuvimos ocasión de ver en Les Arts como el Gremin del “Eugene Onegin” de hace un par de temporadas, fue un estupendo Hermann y, pese a su juventud (más que el tío de Elisabeth parecía su hermano pequeño) luce una voz de auténtico bajo, contundente, con potencia, siendo, con justicia, uno de los más aplaudidos de la noche.

Sólo deslució el panorama vocal el flojo Wolfram de Michael Nagy, muy voluntarioso pero sin graves ni expresividad, en definitiva sin entidad para este papel y menos aún en este teatro y con las voces y músicos que le acompañaban.

De la puesta en escena de Sebastian Baumgarten voy a comentar muy poco. Dice el sabio que si catas un melón y está podrido, lo mejor que puedes hacer es tirarlo a la basura y no seguir comiendo. Y este sería el único destino razonable de semejante inmundicia escénica, porque lo de Baumgarten es de una podredumbre que tira de espaldas. El “Tristán e Isolda” de Marthaler era malo por absurdo y carente de ideas, pero esta defecación mental de Baumgarten es una provocación y un insulto al mundo de la ópera. El tipejo este suelta su discurso ridiculizando los personajes del drama y lo mismo le daba que la historia de base fuese “Tannhäuser” o un capítulo de “La Familia Telerín”. Las contradicciones con el texto son permanentes y las presuntas lecturas subyacentes las entenderá él después de chutarse. Las imbecilidades se suceden en escena sin descanso, como una Venus embarazada asistiendo al concurso de canto, unos espermatozoides gigantes bailarines o el coro de peregrinos, mientras suena la majestuosa música de Wagner, plagado de sujetos en calzones como autómatas limpiadores, momento éste en que opté por cerrar los ojos y concentrarme en lo que oía. Era algo tan surrealista como ver Benny Hill con el Adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler como fondo musical.

Al finalizar la representación asistí a una de las más grandes ovaciones en las que yo he estado presente en un teatro. Casi 30 minutos de aplausos (obviamente no salió a saludar ningún responsable escénico), y cada vez que aparecía Thielemann la sala se venía abajo. Yo acabé ronco y con agujetas en los brazos. Está claro que Bayreuth adora a Thielemann, con toda justicia, y el director berlinés honra ese escenario y engrandece el recinto concebido por Richard Wagner.


video de Sugerius

Pues hasta aquí el relato de mi peregrinación a Bayreuth. Una experiencia inolvidable. Ahora toca volver a la realidad. A esperar, cruzando los dedos, que podamos consolidar en Valencia una temporada de ópera estable y en condiciones, pese a la crisis.

De momento, al menos Les Arts ha anunciado ya oficialmente en su página web la programación de la temporada, que podéis consultar pinchando aquí. Falta todavía muchísima información y además, si siguen fieles a su línea tradicional de actuación, cualquier parecido que tenga lo que finalmente se represente con lo anunciado, será pura coincidencia.
 
Pero, ante todo, elevaremos nuestras plegarias y pelearemos con todos los medios a nuestro alcance para intentar que nuestros gobernantes, aunque sea dándose un golpe en la cabeza, tengan un destello de lucidez y adquieran suficiente sensatez para no echar por la borda lo conseguido a lo largo de los últimos años, defendiendo con uñas y dientes la orquesta y coro que tenemos. Porque si algo tengo todavía más claro después de haber escuchado en Bayreuth a la mejor orquesta y coro wagnerianos del mundo, es que en Valencia contamos con una orquesta y un coro de auténtico lujo.

 

lunes, 25 de junio de 2012

"TRISTAN UND ISOLDE" (Richard Wagner) - Palau de les Arts - 23/06/12


El pasado sábado 23 de junio, mientras toda España estaba pendiente de cómo los de La Roja derrotaban al gabacho y se acababan ya para siempre todos los males del país, el Palau de les Arts de Valencia estrenaba la última de las óperas programadas en el V Festival del Mediterrani. En esta ocasión el coliseo valenciano volvía al repertorio wagneriano con la representación de una de las obras maestras del genio de Leipzig, “Tristán e Isolda”. Eso sí, en el infecto Auditorio superior de Les Arts y en versión concierto. Bueno, sería más correcto decir: "versión semi escenificada con atriles, para solistas, coro, orquesta y fuegos de artificio".

Desde este blog vengo denunciando permanentemente que desde la dirección de Les Arts sigan empeñados en programar óperas en un recinto que no reúne unas mínimas condiciones acústicas. Este hecho no nos lo hemos inventado cuatro raritos con una especial sensibilidad en las orejas, sino que todos los músicos o cantantes con los que he tenido ocasión de hablar del tema han coincidido en calificar la acústica del Auditori como pésima e indigna del nivel que pretende tener el teatro.

Desde que el Palau de les Arts inició su actividad, las óperas en versión concierto se han venido representado en el Auditori, pese a disponer de una sala principal de excelente acústica. Con la crisis y los recortes económicos, este tipo de versiones han ido adquiriendo una mayor importancia dentro de la temporada y cada vez son más las ocasiones en que nos vemos obligados a visitar el maldito Auditori.

Últimamente, parece que en Les Arts han adquirido conciencia de que a los aficionados nos gustan poco las óperas en versión concierto y la propia Intendente Helga Schmidt ha anunciado que en las próximas temporadas, pese a la crisis, habrá menos representaciones de este tipo.

Todo esto probablemente sea lo que ha originado que, a última hora, deprisa y corriendo, hayan decidido que, en lugar de ofrecer “Tristán e Isolda” en versión concierto tal y como estaba previsto, se haya ideado una pequeña escenografía, iluminación y movimiento escénico para animar un poco la cosa. Los propósitos de la idea son buenos y el trabajo realizado aceptable, pero los resultados me han parecido lamentables.

Y es que, señora Schmidt, es verdad que nos gustan poco las óperas en versión concierto, pero lo que menos nos gusta de todo es que sigan utilizando el Auditori. Ese es el principal problema. La propuesta presentada el sábado, si hubiera tenido lugar en la sala principal, con cada cosa en su sitio: la orquesta en el foso y los solistas y coro en el escenario, hubiera estado hasta bien, pero lo ocurrido en el Auditori el sábado fue una absoluta vergüenza.

Se ubicó a la orquesta, compuesta para la ocasión por alrededor de un centenar de músicos, ocupando la totalidad del escenario, habilitando la zona superior a éste, destinada habitualmente al coro, para la colocación de una plataforma con barandilla, que asemejaba la proa de un barco, como espacio escénico en el que se desarrollaba la actuación de los cantantes. Esto originó varios problemas.

El primero y principal es que en la mitad baja del Auditori, que es la zona de mejor acústica, al estar las butacas al nivel de una orquesta wagneriana y los cantantes a un nivel superior y detrás de aquélla, costaba oir las voces, que eran tragadas por la orquesta pese a que el maestro Mehta procuraba moderar los volúmenes. Era como escuchar una ópera de Wagner desde el foso orquestal. Por el contrario, en la parte media-alta del recinto, se escuchaban mejor las voces solistas, pero al ser la zona de peor acústica, la conjunción con la orquesta era igual de mala que siempre.

Otro de los problemas es que a los espectadores de las butacas de las primeras filas centrales del Auditori, Zubin Mehta y los músicos les tapaban parcialmente la visión de la zona habilitada para los cantantes.

Otro más, fue que al coro no le quedaba sitio disponible, por lo que cuando tenían que intervenir salían por una puerta lateral a la carrera, haciendo ruido, y se ubicaban apiñados junto a un extremo de la orquesta, volviendo a desaparecer, tras sus intervenciones, corriendo y haciendo más ruido.

Por otro lado, el haber improvisado la versión escenificada a última hora motivó que se mezclasen cantantes que se sabían el papel de memoria, con otros como Jay Hunter Morris (Tristán) y Eike Wilm Schulte (Kurwenal) que, confiados en que se trataba de una versión de concierto, no se lo debían haber aprendido y tenían que recurrir a leer la partitura en el atril. Así que, en el espacio escénico creado para la ocasión, había 3 ó 4 atriles estratégicamente situados que motivaron momentos francamente chocantes, más propios de una película de los Hermanos Marx que de una ópera seria.

Por ejemplo, en el momento en que Kurwenal da muerte a Melot, Eike Wilm Schulte salió disparado desde el atril a coger la espada, simulando que se la clavaba de medio lado a Melot, volviendo de nuevo corriendo a todo correr al atril para continuar cantando con sus gafas de presbicia puestas, con lo que en lugar de un valiente caballero salvando el honor de su señor, parecía un torero cobardica que pinchase al morlaco de mala manera y huyese despavorido al burladero. También, en el dúo de amor del segundo acto, Jay Hunter Morris estaba más pendiente de la partitura que de Isolda, trocándose ese maravilloso momento de pasión desbordada, en lo que asemejaba una pareja hastiada de su relación, tomando la fresca en la puerta de casa, con ella lanzándole incendiarias frases de amor, mientras Tristán leía los deportes en el periódico.

Para que la charlotada fuese completa, avanzado el tercer acto comenzaron a oírse unos extraños sonidos que parecían denotar que el timbalero se hubiera tomado dos copas de más y estuviese aporreando el instrumento cuando no tocaba. Pero, lejos de eso, se trataba de un castillo de fuegos artificiales, intuyo que dedicados al triunfo de La Roja, que cada vez se hacían más audibles, gracias al excelente aislamiento acústico del aborrecible Auditori, y que a punto estuvo de interferir el Liebestod final de Isolda. Un director con menos miramientos que Mehta creo que hubiese arrojado la batuta y se hubiese marchado al bar a tomarse un copazo.


Lo peor de todo es que nada de esto fueron imprevistos irremediables, porque nada hubiera ocurrido si desde un principio se hubiera planificado escenificar la obra y se hubiese representado la misma (en concierto o escenificada) en la sala principal. Pienso que esto ha sido la gota que colma el vaso de la paciencia de cualquier músico o  aficionado respecto al Auditori, y, como soy demasiado ingenuo, confío en que sea el detonante definitivo para que no se vuelva a programar ni una ópera más en ese despreciable recinto.

Me he alargado demasiado con estas reflexiones previas que creo que debía efectuar, así que procuraré ser breve en cuanto al resto.

La propuesta escénica que se ha improvisado, y que por cierto ni siquiera se han dignado publicar en la web de Les Arts, ha corrido a cargo de personal del propio teatro, siendo Alex Aguilera el responsable de la dramaturgia, Antonio Castro de la iluminación y Manuel Zuriaga de la escenografía. Como dije antes, el planteamiento es de circunstancias y muy sencillo, más cercano a una función de taller de ópera que de una representación de primer nivel, pero creo que, dados los condicionantes, su trabajo se debe calificar de positivo, aunque los resultados, por los motivos ya comentados, hayan sido espantosos.

Zubin Mehta llevó a cabo una dirección muy solvente y efectiva, con algunos momentos más conseguidos (a mí me lo pareció el preludio del tercer acto) y otros menos (el dúo de amor del segundo). Estuvo como siempre atentísimo a los cantantes, al tiempo que lograba extraer unos sonidos bellísimos de la orquesta, pero se mostró bastante irregular en el mantenimiento de la tensión, pecando quizás su lectura de falta de hondura en muchos pasajes. No obstante, el resultado de conjunto a mí no me desagradó en absoluto. Bien es verdad que a ello contribuyó decisivamente el óptimo rendimiento de todas las secciones de la fantástica Orquestra de la Comunitat Valenciana, que brilló como suele ser costumbre, pero en esta ocasión con una partitura que es además toda una piedra de toque para calibrar el auténtico nivel de una agrupación orquestal, con destacadas intervenciones solistas del concertino Serguéi Ostrovski, de Itamar Ringel a la viola, Francisco Javier Ros al clarinete bajo, Cristopher Bouwman al oboe, Joan Enric Lluna al clarinete, Guiorgui Anichenko al violonchelo y, por supuesto, de la espléndida actuación del solista de corno inglés, Simon Sommerhalder, al comienzo del acto tercero. Sólo por escuchar esta orquesta valió la pena la charlotada.

El Cor de la Generalitat vio muy lastrada su actuación, vocalmente impecable, por su imposible ubicación escénica y por las características propias de ese recinto, cuyo nombre me asquea volver a repetir, que hacía que los coros internos apenas se escuchasen.

Jennifer Wilson parece haber perdido parte de la brillantez en el agudo que mostrase como Brünnhilde en el Anillo de Les Arts de hace unos años y su Isolda pecó de frialdad y de cierta monotonía, pero, yo no sé explicar por qué, a mí me gusta. Dentro de sus límites, le aprecié una mayor implicación dramática que en otras ocasiones estando bastante mejor en los momentos líricos que en la maldición, y su Liebestod he de confesar que me gustó.

Con el Tristán de Jay Hunter Morris tuve sensaciones encontradas. Le hubiera tirado piedras en el segundo acto y al final acabé aplaudiéndole. El pobre hombre tiene una voz más fea que las chaquetas de Ángela Merkel, con una nasalidad propia del pato Donald y algunos sonidos abiertos y arrastrados horrendos, pero por otra parte se preocupa permanentemente de matizar y ofrecer expresividad, aunque sea con falsetillos, y, sobre todo, se marcó un tercer acto muy meritorio, de gran intensidad dramática, sobreviviendo dignamente a la terrorífica partitura.

Lo mejor de la noche en el terreno vocal vino de la fantástica Brangäne que modeló Ekaterina Gubanova, con unas Advertencias en el segundo acto de auténtico ensueño; y del rey Marke de un sorprendente Liang Li, al que habíamos escuchado como Ferrando en “Il Trovatore” y que superó todas las expectativas, mostrando un fraseo incisivo, poderío vocal y luciendo toda la nobleza y dolor que exige el personaje.

Excelentes también el Kurwenal de Eike Wilm Schulte y el Marinero de Mario Cerdá. Y muy correctos Karl-Michael Ebner como Melot, Jesús Álvarez como Pastor y Josep Miquel Ramón como Timonel.

El público no llegaba a llenar la sala, pero no había una mala entrada para coincidir con partido internacional, apreciándose una gran presencia de espectadores foráneos. Pese a los despropósitos vividos, la grandeza de la música de Wagner, el buen hacer de Mehta y la orquesta y el esfuerzo de los intérpretes, motivaron enormes ovaciones que no decayeron ni en los saludos de los responsables de la escenificación, saliendo el público francamente contento, aunque todos los comentarios girasen en torno a los fuegos artificiales y la indecente acústica e insonorización de esa cosa que llamaron Auditori en lugar de Juan Vicente, que ya dije en una ocasión que hubiera quedado mucho más propio.

Señora Schmidt: Escarmienten de una vez. Esto no tiene justificación alguna. Ya han logrado hacer el ridículo internacional y dudo mucho que el maestro Mehta esté precisamente contento con lo acontecido el sábado. Los aficionados hemos llegado al límite de nuestra indignación. Damos por buena la penitencia sufrida, pero, por el amor de Wagner, no vuelvan a representar ni una ópera más en el Auditori, déjenlo para Julio Iglesias y sus fiscales que llevarán amplificación; pero las óperas (en versión concierto, escenificadas o con charlotada pirotécnica) en la sala principal.

AQUÍ podéis leer la crónica de maac.


video de infopera


martes, 13 de octubre de 2009

"TRISTAN UND ISOLDE" (Richard Wagner) - Royal Opera House - Londres 09/10/09


Tenía gran interés por asistir a esta producción del “Tristan und Isolde” de Wagner, en el Royal Opera House Covent Garden de Londres, cuyas primeras representaciones suscitaron cierta controversia respecto a la propuesta escénica y unanimidad absoluta acerca del rendimiento de la sueca Nina Stemme como Isolde.

Desde mi punto de vista, seguramente equivocado, la dirección escénica de Christof Loy es de las de mamarrachada cum laude. Se trata de un minimalismo feo, pretencioso e imbécil. La escena es un gran espacio vacío con tan sólo una silla y una mesa repugnantes, dignas de una celda de castigo, situadas junto a un panel en el lado izquierdo del escenario donde se desarrollaba prácticamente toda la acción pegada a él, lo que originaba que el público situado en ese lado del teatro no viese apenas nada de lo que ocurría, por lo que seguro que están muy contentos con la originalidad de Loy. Al fondo del escenario, una cortina puntualmente se descorría para dejar ver un segundo plano de la acción, consistente en un comedor con varias mesas dispuestas para un banquete y un gran ventanal al fondo. Allí se situaban los cortesanos del rey Marke y el coro masculino, vestidos de esmoquin, con frecuentes momentos en que aparecían simulando imágenes congeladas. En la llegada del rey Marke a Kareol del tercer acto los chicos del esmoquin se ponen a hacer como que pelean a cámara lenta embadurnándose todos de sangre, a lo Reservoir Dogs. Muy profundo. En el primer acto podemos escuchar al coro cantando “arriad las velas", "largad el cabo", "levad el ancla” etc, mientras vemos a los presuntos marineros vestidos de esmoquin paralizados, sentados a la mesa, y lo único que huele por allí a mar es el merluzo que se inventó semejante sarta de majaderías.

A mi juicio, la puesta en escena molesta el seguimiento de la acción, con una divergencia tremenda entre lo que se canta y lo que se ve, e interfiere en la poesía y sentido musical de la obra con tanta bobada. Y todo ello ¿con qué fin?. ¿Dejar a los dos protagonistas en ese espacio vacío, sin ningún aditamento de atrezzo, para que nos encontremos únicamente con sus almas y sentimientos?, pues a lo mejor, aunque a mí que me perdonen los más listos, pero, reconociendo que quizás soy demasiado corto de entendederas para tanta sapiencia artística, yo a quien dejaba solo en una isla desierta era al señor Loy para ver si le caía un coco en la crisma y se le refrescaban las ideas.

En lo musical, la lectura de Antonio Pappano me pareció espléndida. Está claro que no es Baremboim, pero hoy nadie dirige Wagner como Baremboim. Y Pappano rozó la excelencia. Sorprende la conjunción que logra este hombre con la Orquesta de la ROH en cada proyecto que acomete, y cómo consigue siempre extraer los mejores sonidos de ella. Llevó el pulso de la obra de forma magistral, apasionada, sentida, llenando el teatro de emoción, con un preludio del tercer acto antológico y un Liebestod, junto a Stemme, de los que hacen brotar las lágrimas de puro éxtasis.

El Coro masculino estuvo bastante correcto, a pesar de tener que cantar vestidos de maitres de Parador Nacional.

Nina Stemme es la más grande Isolde de nuestros días por méritos propios. Personalmente, yo no he escuchado nada igual, salvo que nos vayamos a las grabaciones históricas de las grandes diosas wagnerianas. Su interpretación fue absolutamente perfecta y consiguió hacernos vivir una noche inolvidable, pese a la absurda puesta en escena que la envolvía y el fiasco de tenor que tuvo por acompañante. Su voz, redonda y extraordinariamente homogénea, se impuso siempre a la orquesta, llegando aparentemente fresca al final tras cuatro horas de plenitud canora. Irradió durante ese tiempo altivo orgullo, amor y desesperación, exhibiendo una fuerza dramática inmensa en el primer acto, consiguiendo alcanzar en el segundo las cimas del lirismo y el canto matizado, y finalizando con un “Mild und Liese” espectacular y sobrecogedor. Todo ello acompañado de una intensa interpretación como actriz, cuidando al máximo cada gesto y cada mirada. Su salida al escenario a la finalización del espectáculo fue acompañada por una tormenta enloquecida de bravos, mientras la totalidad del teatro se ponía en pie para premiar el esfuerzo de esta mujer que nos hizo gozar con su mayúsculo arte. Y cinco horas y media después del comienzo aun tuvo el aguante de atender a los fans para firmar programas y conversar brevemente con ellos, y yo la fortuna de hallarme allí y poderle transmitir mi reconocimiento y admiración.

Ben Heppner es un cantante al que le profeso enorme respeto, y es (o ha sido), sin duda, uno de los Tristanes referenciales de los últimos años. Sin embargo, los comentarios de quienes habían asistido a las anteriores funciones de este Tristán coincidían en afirmar que Heppner había presentado graves problemas vocales, aunque todos confiábamos en que se tratase de un problema pasajero y surgiese de nuevo el Heppner que conocemos, ese Tristán fuerte, emotivo, brillante y resistente. Pues nada más lejos de la realidad. Estuvo sencillamente espantoso. Su voz se quebró por completo, no era una voz cansada, sino absolutamente rota. Comenzó el primer acto con problemas de emisión, quedando frecuentemente por debajo de la orquesta, con una respiración inadecuada que afeaba su fraseo, pero aguantando las subidas al agudo con cierta dignidad e intentando matizar. Pero en el segundo acto el fracaso fue definitivo. Alguien secuestró al esforzado cantante de ópera en el entreacto y soltó a escena a un representante de granjas avícolas que no hubo nota que diese que no fuese acompañada de su correspondiente gallo. Daba igual que se moviera en el registro agudo que en la zona central, que cantase en forte o pianissimo, que allí aparecía el gallo Claudio en cada nota, castigando los oídos de los pacientes espectadores, mancillando la exquisita música de Wagner e impidiendo que se pudiese gozar en plenitud de la perfección del canto de su compañera de reparto. En el tercer acto, disminuyó un tanto el número de gallos, pero la desafinación y los problemas de emisión continuaron hasta el final. Algo vergonzoso e imperdonable.

Al comienzo del tercer acto una señorita de la ROH salió a escena siendo recibida con aplausos de quienes pensaban que iba a anunciar la salida del cover, pero hete aquí que lo que anunció fue que el señor Heppner se encontraba indispuesto a causa de una alergia, pero que había decidido continuar la representación. Si no hubiéramos tenido noticia de su rendimiento en las funciones anteriores, igual la cosa colaba, pero si ya la semana anterior se infló a soltar gallos y a desafinar, o es que definitivamente se le ha roto la voz o es que no estando en condiciones de cantar, lo hizo, para desgracia del público presente que, no obstante, al finalizar la obra le obsequió con inmerecidos aplausos de respeto. Ese respeto que él no tuvo con el público, no teniendo la dignidad siquiera de dar la cara a la salida, huyendo a escondidas sin pasar por la stage door.

El grandísimo Matti Salminen fue, una vez más, el rey Marke. Él es Marke y no hay otro igual. Su tremenda voz, la intensidad dramática de su canto y ese fraseo imponente en el que consigue ligar los silencios con los versos como nadie, dando a cada frase su perfecto sentido, logran transmitir la dignidad, desconcierto, ira y tristeza de este personaje que ha hecho suyo. Más meritoria aún es la actuación de este finlandés incombustible teniendo en cuenta que tuvo que moverse en escena pese a acusar una ostensible cojera que le obligaba a ir apoyándose en un bastón.

La francesa Sophie Koch compuso una Brangäne extraordinaria, con una enorme fuerza interpretativa, sabiendo dar la réplica a Stemme en sus intervenciones conjuntas.

Michael Volle fue también un gran Kurnewal con una voz impresionante y una poderosa presencia escénica.

El resto del reparto estuvo correcto, aunque no me acabó de gustar la voz del Melot de Richard Berkeley Steele.

Al final, pese a Loy y Heppner, pudimos vivir una noche intensa, llena de emoción, donde disfrutamos de un Wagner excelso gracias a Pappano y a esta diosa wagneriana llamada Nina Stemme.



video de paterprofundus