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martes, 21 de diciembre de 2010

"TANNHÄUSER" (Richard Wagner) - Royal Opera House - Londres 19/12/10


El gran inconveniente de sacar las entradas de ópera con la antelación que requiere la garantía de no quedarte sin ellas, es que luego te llega un temporal de frío y nieve que colapsa el transporte aéreo en Europa y, si no te dejan con cara de bobo en tierra directamente por Decreto de easyJet, te quedas con más cara de bobo aún debatiendo si te lanzas a la aventura, a riesgo de comerte el turrón en el Mc Donald’s de Gatwick, o te quedas en casa tranquilo como un vulgar cobarde-gallina.

La tentación de un “Tannhäuser” wagneriano en el Royal Opera House Covent Garden de Londres, con un reparto muy atractivo, era demasiado fuerte, y el sentido común que le queda a uno cada vez va siendo menos, así que opté por la aventura. Y afortunadamente todo se dio bien y pude regresar a casa el día previsto, aunque todavía no me explico cómo, pero después de lo visto por esos aeropuertos, si la ocasión se repite, os aseguro que me compro una cresta y aprendo a cacarear, pero no me la vuelvo a jugar.

Hacía 25 años que “Tannhäuser” no se representaba en el teatro londinense, y para este reencuentro con la ópera de Wagner se ha optado por una nueva producción que cuenta con la dirección artística de Tim Albery, y musical del ruso Seymon Bychkov, y un reparto liderado por Johan Botha, Eva Maria Westbroek, Christian Gerhaher y Michaela Schuster.

La verdad es que con ese plantel musical, la escena quedaba como algo secundario, pero sí he de decir que no me desagradó. Albery representa el Venusberg del primer acto como una reproducción exacta del proscenio del ROH, donde la boca del escenario londinense se convierte en una puerta abierta al mundo de las pasiones y los sentidos de Venus. Frente a ella, Heinrich Tannhäuser, sentado en una silla de espaldas al público, como un espectador más, recibe la propuesta seductora de la diosa.

El ballet del acto I, que en mí suele ser motivo de bostezo garantizado, he de confesar que me gustó, llevándose a cabo en esta ocasión alrededor y sobre una enorme cama-mesa de banquetes.

El Wartburg por el contrario es reproducido como ese mismo proscenio derruido y avejentado, constituyendo estos restos junto a unas sillas tiradas, escombros y jirones de telón, la única escenografía, a la que se unirá un árbol en el último acto.

Ese proscenio derruido representando la decadencia del brillante Wartburg de antaño se convertía, dada la situación actual que vive la lírica, en todo un símbolo. En el dúo del segundo acto entre Elizabeth y Tannhäuser, donde celebran la vuelta de éste y el renacimiento de la ilusión pasada, el falso proscenio queda a oscuras y el real se ilumina realzando la idea del resurgimiento con la vuelta de Heinrich.

A pesar de la oscuridad general dominante, salvo en el Venusberg, donde la luz reina, la iluminación de David Finn ofreció algunos momentos interesantes como la aparición del pastorcillo o la del coro infantil y el masculino en la última escena, que fueron dotados de una gran fuerza estética y dramática.

Las mayores carencias de esta puesta en escena las encontré en la dirección de actores, no acabándose de trabajar adecuadamente la interrelación de los personajes en el movimiento escénico de los mismos.

En definitiva, una propuesta que no aporta nada nuevo, pero que sinceramente no me molestó en absoluto, ni siquiera la bobada de que el Landgrave y los Turingios fueran vestidos como partisanos o guerrilleros chechenos sin que se sepa muy bien por qué.

Pero como decía antes, la dirección artística importaba muy poco ante la grandeza musical vivida, y con no molestar ni despistar ya cumplía con su papel.

Semyon Bychkov, al frente de la siempre solvente Orquesta del Royal Opera House, dirigió con pulso vivaz una versión muy intensa y detallista en la que los contrastes dinámicos cobraron protagonismo. En los pasajes más líricos los tempi se ralentizaban sin que la tensión menguase un ápice, consiguiendo unos pianísimos asombrosos. Hubo instantes en que la lectura del ruso alcanzó un intimismo casi camerístico, mientras que en los fragmentos más heroicos o solemnes el esplendor de la orquesta wagneriana brillaba deslumbrante. Nunca había escuchado a este hombre dirigir en directo y lo cierto es que salí gratísimamente sorprendido de su inteligencia para desmenuzar con precisión las sonoridades y texturas wagnerianas.

La Orquesta del ROH sonó extraordinariamente bien empastada, con un grado de ajuste y cohesión que sólo deslucieron muy puntualmente un par de entradas de los metales y una percusión que en algún momento se desmandó ligeramente. Destacaron singularmente las intervenciones solistas de arpa y oboe y una sección de cuerda que estuvo perfecta.

El Coro titular del recinto londinense tuvo también una tarde inspiradísima y aunque en el femenino hubo un puntual desajuste en las sopranos, el masculino alcanzó la excelencia mostrando un poderío incuestionable.

Con la que estaba cayendo en el exterior a casi nadie le extrañó que antes de iniciarse la función saliera “la chica del micrófono”, en medio de un general “ooohh” de decepción antes incluso de escucharla, que luego aumentó en intensidad al conocer que el ausente iba a ser el barítono alemán Christian Gerhaher. Parece que el cantante se había visto afectado por el caos aeroportuario y había intentado llegar en un tren desde París, pero los retrasos lo habían impedido.

Lo que ocurrió a partir de ahí fue bastante surrealista. En su lugar cantó el papel de Wolfram von Eschenbach el joven barítono Daniel Grice, pero lo hizo desde un rincón del proscenio, leyendo la partitura, mientras en escena su personaje era gesticulado por un actor. Resultado: un ridículo importante. Grice cantó con gusto y buen fraseo, pero la voz era pequeña y los nervios también se hacían notar. No obstante, pasó la prueba con dignidad. Menos digno fue ver a un actor de cara triste gesticulando a boca cerrada, ante el carcajeo difícilmente contenido de algún miembro del Coro en un momento tan intimista como la canción de Wolfram en el concurso.

Para que no acabasen las sorpresas, al levantarse el telón al inicio del tercer acto, allí estaba, para dicha de todos, Christian Gerhaher. Y vaya si se notó la diferencia. El alemán compuso un Wolfram inconmensurable. Su actuación fue todo un alarde de sensibilidad e intensidad emocional, haciendo brillar sutilmente un sinfín de matices, a través de una potente voz homogénea y bellísima, que destila nobleza. Ya se ha convertido casi en un tópico al hablar de Gerhaher, pero es verdad que la pureza y elegancia de su canto operístico es la propia de un liederista consumado y es casi imposible no acordarse de Fischer-Dieskau. Absolutamente conmovedor fue su “O du mein Holder Abendstern” (Oh tú, dulce estrella del crepúsculo) e inolvidable su dúo con Johan Botha en ese tercer acto que quedará para siempre en mi recuerdo.

Encontrar actualmente voces idóneas para asumir el papel de Tannhäuser es misión casi imposible, pero dentro de esa “pertinaz sequía” de voces heroicas wagnerianas que nos invade, Johan Botha, junto a Peter Seiffert, es de los pocos tenores capacitados hoy en día para defender el rol con ciertas garantías. Botha exhibió una voz densa, de centro bellísimo y agudos firmes, con algún apuro en la zona grave, pero con emisión limpia, dicción perfecta, generoso fiato y claridad y potencia en la proyección, siendo su fraseo sentido y muy ajustado al texto. Supo apianar con elegancia y mostró una gran resistencia, aguantándole la voz sin aparente quebranto en el exigente tercer acto. Dos pequeños gallitos no deslucieron una actuación magistral, como tampoco lo hizo un cierto estatismo escénico motivado básicamente por su corpulencia física, pero que se vio compensado con la pasión vocal que supo imbuir a su discurso, consiguiendo expresar con su voz toda la complejidad del personaje. Sin lugar a dudas un excelente Tannhäuser, que fue recompensado con una atronadora y unánime ovación.

De Eva María Westbroek poco me queda por decir que no haya venido repitiendo en este blog cada vez que la he escuchado en directo. Su voz amplísima superaba la orquesta wagneriana como si de una agrupación de cámara se tratara. La intensidad emocional, arrebatadora expresividad y carisma escénico que impuso, ayudaron a construir una Elizabeth referencial, alejada de otras lecturas más ñoñas de este personaje. Nada más salir a escena ya ejecutó un “Dich teure Halle” soberbio, lleno de emotividad, fuerza y con matices auténticamente gloriosos. El dúo subsiguiente con Johan Botha fue una maravilla, con ambos cantantes derrochando musicalidad, delicadeza y controlada pasión. Y en la defensa que hace en el Wartburg de su amado, todo el arsenal expresivo y talento dramático de Westbroek engrandece el rol y dota a esa Elizabeth virginal e idealizada de una profunda humanidad no exenta de pasión, donde el amor se convierte de forma natural en el eje de su conducta. Una nueva lección de canto e interpretación operística de la cantante holandesa.

Michaela Schuster es una Venus de voz imponente, pero a la que se puede achacar cierta frialdad y falta de transmisión de la capacidad de seducción que va intrínseca al personaje, siendo el único punto que ensombreció una extraordinaria actuación de la cantante alemana, que enhebró algunas medias voces de enorme belleza.

Christof Fischesser fue un correcto Landgrave, aunque se echó de menos una mayor prestancia y poderío escénico. El resto del reparto supo mantenerse a un buen nivel sin afear el magnífico resultado del conjunto.

El papel del pastor fue encomendado a un niño, Alexander Lee, una voz blanca de esas que me dan un poco de grima, y que presentó alguna desafinación.

El público que llenaba por completo el recinto, salvo unos pocos huecos originados por el caos meteorológico de las islas, prorrumpió en una cerradísima ovación braveando hasta la ronquera al cuarteto protagonista (sustituto incluido) y, sobre todo, a Semyon Bychkov y la Orquesta del ROH.

Sobre la tropa del culo inquieto que abandona sus localidades a la carrera, mucho he hablado en diversas ocasiones, pero lo de este teatro es de nota. Nada más finalizar la obra, antes de que se enciendan las luces, no menos de un cuarto del aforo se abalanza hacia las puertas arrollando cuanto encuentra a su paso, cual manada de ñúes sedientos, y les importa un cucumber haber asistido a una función memorable con unos artistas dando lo mejor de sí durante cuatro horas y media, que cuando acaban los saludos finales ellos ya están en el Pub trajinándose una pinta con fish and chips. Triste realidad globalizada.

Los más raritos, aún tuvimos el ánimo de acercarnos a una Stage Door inusualmente poco concurrida, donde cada vez que se abría la puerta de la calle los pingüinos y osos polares te mordisqueaban los tobillos y el cogote sin piedad. Allí pude felicitar personalmente a la mayoría de los intervinientes y pude charlar unos minutos con una Eva Maria Westbroek simpatiquísima que hablaba un castellano más que correcto y que, cuando se enteró de que había abandonado el clima de Valencia por escucharla y que previamente había hecho lo propio en Amsterdam y Salzburg, no dejó de agradecerme el haber ido y le decía a todo el que pasaba: "ha venido a verme desde Valencia" (supongo que mientras pensaba, con buen criterio, lo frikis que pueden llegar a ser algunos aficionados).

“Tannhäuser” habla del conflicto entre amor puro y amor sensual, entre razón y pasión, y se ve que yo quise aportar mi granito de arena (o mi copito de nieve, en este caso) acudiendo a mi cita londinense pese al caos reinante, haciendo prevalecer la pasión por la ópera al sentido común de quedarme en casita como haría cualquier mamífero con orejas. Por eso también casi acabo diciendo, como hace Heinrich Tannhäuser en el tercer acto: “mientras ellos descansaban en una posada, yo escogía por lecho la nieve”. Pero, afortunadamente, no fue así y además pude disfrutar de una noche de ópera wagneriana de las que no se olvidan.

domingo, 5 de septiembre de 2010

FESTIVAL DE SALZBURGO 2010 (I). "ELEKTRA" (12/08/10)

Iréne Theorin y Eva-Maria Westbroek - "Elektra" - Festival de Salzburgo 2010

Tras una ausencia del blog más larga de lo previsto, fruto de unos días de descanso sin acceso a ese diablo llamado internet, vuelvo por aquí para, tal y como prometí, contar algunas cosas de las dos óperas que pude ver en el marco del Festival de Salzburgo de este verano. Y como llevo tantos días sin escribir me temo que me desquitaré un poco…

Era la primera vez que asistía yo a este Festival, absolutamente mítico, que durante tantos años había seguido por las retransmisiones en radio o televisión, pero que en esta ocasión me propuse descubrir por mí mismo. Una “Elektra” con Westbroek, Meier y Pape, y un “Romeo y Julieta” con Netrebko y Beczala, eran una buena excusa para planificar la escapada. Y al final lo conseguí.

Pasear por Salzburgo durante los días en los que se desarrolla el Festival es un espectáculo realmente curioso. En las calles principales de la bellísima ciudad austriaca, a cualquier hora del día, se entremezclan las habituales legiones de turistas con bermudas, camiseta Águila Amstel y riñonera de vestir, con acicaladas señoras en traje de noche y canosos varones con esmoquin que se dirigen a alguno de los innumerables espectáculos teatrales y musicales que se llevan a cabo durante todo el día. En un café te puedes encontrar con Diana Damrau charlando con unos amigos, y ver pasar a Patricia Petibon dirigiéndose en bicicleta al teatro, mientras en la tienda de música de la esquina Piotr Beczala firma su último disco.

La llegada al Grosses Festpielhaus tampoco tiene desperdicio. Un singular pase de modelos tiene lugar en la puerta de entrada. Elegantes los más, extravagantes otros cuantos. Muchos lugareños acuden vistiendo el traje regional típico de gala. La acumulación de silicona y rayos UVA por metro cuadrado es de record Guiness, y la media de edad de los asistentes es muy alta, tanto que para calcularla exactamente en algún caso habría que recurrir al Carbono 14. Mientras, en la acera de enfrente los turistas divertidos fotografían a los que acudimos a la representación y uno se siente por breves momentos como si estuviera en la alfombra roja… o en el zoo.

El Festival de Salzburgo celebraba en esta edición su 90 cumpleaños y el plato fuerte de la misma era la representación de la ópera “Elektra”, compuesta por Richard Strauss con libreto de Hugo von Hofmannsthal, precisamente dos de los padres fundadores del Festival, a quienes ahora se ha querido rendir homenaje con esta nueva producción, realizada en colaboración con la English National Opera, que contaba con dirección escénica del alemán Nikolaus Lehnhoff, dirección musical de Daniele Gatti y un espectacular reparto "wagneriano" con Iréne Theorin (Elektra), Eva-Maria Westbroek (Chrysothemis), Waltraud Meier (Klytämnestra), René Pape (Orestes) y Robert Gambill (Egisto).

La ópera no se representaba en el Festival de Salzburgo desde 1996, cuando se contó con la dirección musical de Lorin Maazel y un reparto en el que destacaba Leonie Rysanek como Klytämnestra en dos funciones, en lo que supuso la despedida de la legendaria cantante austriaca de los escenarios.

La sala del Grosses Festpielhaus, con completa visibilidad en todas sus localidades, se encontraba completamente llena. Me llamó la atención que la incomodidad y dureza de los asientos es considerable, y parecía más propia de la cámara de torturas del castillo de Salzburgo, que había visitado esa mañana, que de su teatro de ópera.

Justo antes de comenzar la representación, salió a escena una mujer con un micrófono y pensé: “Ya está. Se han enterado que ha venido Atticus y alguien ha cancelado”. La buena señora informó en alemán e inglés, dando bastante suspense al tema por cierto, que Waltraud Meier sufría un ataque de lumbalgia que afectaba a su movilidad, pero… finalmente había decidido salir a escena. Fuertes aplausos, y en mi caso un suspiro de alivio al saber que iba a poder escuchar a todos los cantantes anunciados.

Se apagaron las luces, se hizo un silencio sepulcral que no se rompió ni con una tos hasta el final de la obra, y dio comienzo un espectáculo inolvidable.

Sobre la dirección artística de Lehnhoff no quiero extenderme demasiado, porque lo realmente importante fue lo musical. He de decir, no obstante, que me gustó su propuesta escénica, aunque se omitiese la danza final y hubiese algún detalle discutible.

La escenografía de Raimund Bauer, consistente en un simple patio gris rodeado por los muros inclinados del palacio-bunker con simples agujeros negros por ventanas, contribuye de forma capital a acrecentar la sensación de opresión y angustia que viven los personajes, recordándome inmediatamente las imágenes del film expresionista alemán “El Gabinete del Dr. Caligari”, y la encontré perfectamente adecuada tanto al libreto de Hofmannsthal como a la música de Strauss. Los colores gris y negro dominaban la escena, realzando aún más esa vertiente expresionista, como también lo hizo la aparición final de unos enormes y siniestros pájaros negros, simbolizando a las diosas Erinias castigadoras de los homicidas, que emergen del suelo cerniéndose sobre Orestes e impidiéndole escapar.

No me gustó sin embargo la imagen del garaje ensangrentado iluminado por neones en el que aparece Klytämnestra muerta, colgada de un gancho como un cordero. "Elektra" es una obra donde la muerte y la sangre son protagonistas, pero toda esa violencia se desarrolla fuera de escena y queda suficientemente expuesta con la fuerza de la música de Strauss y el libreto de Hofmannsthal, por lo que creo que esta pincelada gore de Lehnhoff es innecesaria.

Daniele Gatti, al frente de la excepcional Orquesta Filarmónica de Viena, ofreció una lectura cargada de fuerza en la que quizás lo único criticable fuera el exceso de volumen que en ocasiones fue inclemente con los cantantes, pero hay que recordar que “Elektra” es una obra que fue escrita para 111 instrumentos y ya desde su inicio comienza a un volumen importante con esas 4 notas que componen el “motivo de Agamenón” y el impactante redoble de timbal, que nos anticipan la violencia e intensidad dramática que nos esperan. El propio Strauss llegó a calificar su obra como una “ópera orquestal” y daba una importancia relativa a que las voces quedaran parcialmente tapadas, bromeando incluso sobre ello.

Es cierto que Gatti en algún momento pudo cometer algún exceso sonoro, pero la belleza de la partitura y la calidad y exquisita conjunción de los músicos (maravillosas trompas y trombones), compensaban el puntual desmadre decibélico. Pese a todo, el director italiano supo dotar del acento adecuado a todo el tejido sinfónico concebido por Strauss tanto en los momentos dramáticos (los más) como en los líricos, donde destacó por su emotiva intensidad el dúo de Elektra y Orestes. Y, en cualquier caso, es inenarrable el placer de escuchar una obra tan rica desde el punto de vista instrumental a una agrupación con la calidad de la Filarmónica de Viena que es capaz de resaltar con brillantez cada uno de los infinitos matices y colores de la partitura straussiana.

Iréne Theorin, con un maquillaje perfecto para un cumpleaños de zombies, cumplió con corrección en su debut en el difícil papel protagonista. Su entrega dramática fue irreprochable y hay que reconocerle el mérito de aguantar el esfuerzo que supone permanecer en escena durante toda la representación. Fue la más perjudicada por los volúmenes de la orquesta. Se movió con más comodidad en los pasajes dramáticos que en los más íntimos, aunque su registro agudo se veía algo forzado y tendía al chillido. En el tramo final se apreciaron algunos signos de fatiga, pero en general creo que su labor fue merecedora del aplauso que finalmente obtuvo.

Eva-Maria Westbroek volvió a dejarme absolutamente traspuesto, rendido y genuflexo. Escuchar a esta mujer en directo en estos papeles de enorme carga dramática es una experiencia inolvidable. Inolvidable para mí será su Sieglinde del año pasado en Valencia, como inolvidable será la Cassandre de “Les Troyens” de abril en Amsterdam, y sin duda también será imborrable el recuerdo de esta inmensa Chrysothemis, conmovedora y desgarrada, que conquistó sin reservas a la totalidad del público que abarrotaba el grandioso recinto del Grosses Festpielhaus, y que ella se encargó de llenar con su maravillosa voz, superando sin aparente dificultad el enorme bastión sonoro conformado por Gatti y la Filarmónica de Viena.

Una vez más, Westbroek hizo gala de su enorme talla escénica y vocal, logrando, con una admirable sensibilidad interpretativa, la perfecta representación de todos los sentimientos y estados de ánimo por los que se desenvuelve un personaje que no creo que admita más matices que los que la Westbroek le aporta. Desbordó la sala de emoción en cada una de sus intervenciones, especialmente en ese conmovedor “soy una mujer y quiero vivir el destino de una mujer. Es preferible morir a vivir sin vivir”, que exhaló con una intensidad difícil de superar.

Waltraud Meier, con un look a lo Norma Desmond, salió finalmente a escena pese a su anunciado lumbago y he de decir que en ningún momento se apreciaron limitaciones en su rendimiento escénico, salvo que Lehnhoff tuviese ideado que apareciese en escena entre volantines y piruetas, cosa que dudo. Su Klytämnestra fue excepcional en lo actoral y lo vocal, aunque, posiblemente debido en gran medida a instrucciones de la dirección artística, no acabó de dotar al personaje de la maldad que le es propia y tanto su aspecto como su voz parecían demasiado “jóvenes” para el rol. Eso sí, lució una impecable línea de canto y derrochó elegancia y exquisitez canora, quizás no muy acordes con Klytämnestra, pero que nos permitieron disfrutar una vez más del placer que supone escuchar en directo a esta gran dama de la ópera.

Fue todo un privilegio completar este elenco vocal con el magnífico René Pape como Orestes. Su autoridad escénica y vocal, con su potente y ancha voz, su bellísimo timbre y su perfecta dicción, hizo muy grande su breve pero trascendental papel. Imponente por voz y por presencia. Realmente era el hijo del rey.

Robert Gambill, en el aún más breve rol de Egisto, apenas tuvo oportunidad de destacar y cumplió con corrección, a pesar de ser otro de los grandes perjudicados por el volumen de la orquesta.

La respuesta del público al finalizar el espectáculo fue apoteósica, con frenéticas, apasionadas y muy largas ovaciones para todos los participantes, especialmente intensas para Westbroek y Pape, y tan sólo se escucharon algunos incomprensibles abucheos muy aislados en la segunda salida a saludar de Daniele Gatti, lo cual me pareció totalmente injustificado.

Yo tardé en levantarme del asiento. Estaba pegado a él por la emoción sentida (y, por qué no decirlo, por la incomodidad, que me había dejado bastante anquilosado). Fui de los últimos en salir de la sala, como queriendo aprehender, para llevarme conmigo, los últimos ecos de la maravillosa noche allí vivida.

A la salida, la lluvia y el frío nos aguardaban. Allí estaban los botones de los hoteles de lujo (vestidos de Sacarino, a la vieja usanza) con paraguas para sus huéspedes. También las furgonetas y limusinas de los establecimientos hosteleros esperaban a los más pudientes para trasladarles sin que se mojaran las sedas y tafetanes. Algunos se dirigieron al selecto restaurante Goldener Hirsch donde una onza de caviar beluga se paga a 160 euros, y otros habían reservado mesa en el cercano “Triangel” donde los menús llevan nombres este año como "Eva-Maria Westbroek", "Anna Netrebko" o "Patricia Petibon".

Yo abrí mi modesto paraguas “de los chinos” y eché a andar para cruzar el río y encontrar algún sitio cercano al hotel donde nos dieran algo de cenar a las 11 de la noche. Aunque lo cierto es que no había mucha hambre, sólo un cúmulo de emociones que se acrecentó aún más al girar la vista en el puente y vislumbrar la increíble panorámica de la ciudad vieja iluminada bajo la lluvia, mientras en mi cabeza aún resonaba la música de Strauss. Y entonces recordé las palabras que dirige Elektra a su hermano Orestes: “imagen soñada, sueño que se me ofrece, imagen soñada, más bella que todos los sueños”.

Y al día siguiente tenía una cita con Anna Netrebko (si no cancelaba)…

jueves, 8 de abril de 2010

"LES TROYENS" - Héctor Berlioz - DNO Amsterdam - 04/04/10


La coincidencia del estreno en Amsterdam, en plenas vacaciones de Semana Santa, de la reposición de la producción de “Les Troyens” de Héctor Berlioz estrenada en esa misma ciudad en 2003, con el protagonismo en esta ocasión de Eva-María Westbroek en el papel de Cassandre, era una oportunidad demasiado tentadora como para no intentar una escapada a la siempre interesante capital holandesa y aprovechar para efectuar mi primera visita a la DNO (De Nederlandse Opera). Y la experiencia no ha podido ser más positiva.

El moderno edificio del Het Muziektheatre, que alberga la sede de la DNO, se encuentra ubicado al borde del canal Amstel, con unas vistas privilegiadas de la ciudad a través de sus enormes ventanales. Su interior es enormemente funcional y acogedor. Cafeterías, tienda, y numerosos espacios para sentarse y dar cuenta de un tentempié, hacen de los entreactos una grata experiencia, muy alejada de la incómoda frialdad de las instalaciones de Les Arts. La sala con capacidad para unas 1.600 personas tiene una acústica impecable, es comodísima, con muchísimo espacio entre fila y fila, y la totalidad de las localidades gozan de plena visión vendiéndose a unos precios francamente razonables para como está el mercado actualmente.

Aquí podemos ver el video de promoción de la producción que ha sacado la propia DNO (al estar en formato panorámico se corta un poco la imagen):


video de DeNederlandseOpera

La dirección artística de Pierre Audi me resultó mucho más acertada que la propuesta furera vista en noviembre en Valencia. No es nada del otro mundo, pero es estéticamente muy atractiva, especialmente en Troya, y no pretende confundirnos ni marearnos. Los movimientos de actores están trabajados correctamente, ajustándose al devenir del libreto, no al onanismo mental del listo de turno. La escenografía de George Tsypin es muy sencilla, consistente en tres pilares móviles de cristal translucido tallado, de diferentes colores, que en la parte troyana forman pasarelas horizontales y en Cartago son estilizadas columnas que van enmarcando los distintos espacios.
El uso del color me pareció especialmente interesante, sobre todo en los dos primeros actos, donde el rojo representa a los griegos y tan sólo es visible al comienzo en la piel que cubre a Cassandre, indicándonos la tragedia que sólo ella prevé. El soldado griego aparece pintado de rojo, como rojo es también el caballo. En la última escena del segundo acto, con la matanza de las mujeres troyanas, todo el escenario acaba inundado por ese color.

Imprescindible complemento fue la impactante y efectiva iluminación de Peter van Praet, responsable también de este apartado en “Les Troyens” y “El Anillo del Nibelungo” que pudimos ver en Valencia.

El vestuario diseñado por Andrea Schmidt-Futterer, sin embargo, me pareció manifiestamente mejorable. Los habitantes de Cartago son una mezcla entre el botones Sacarino y la Legión Extranjera, el abrigo de pieles con que se adorna a Didon como símbolo de poder es digno de Rappel, y Cassandre aparece como una especie de Wilma Picapiedra pintada cual guerrero Sioux.

Las coreografías de Amir Hosseinpour y Jonathan Lunn me resultaron simplemente ridículas. Se limitaban a algunos primarios equilibrios circenses, movimientos espasmódicos propios del Tío Calambres y retorcimientos de manos que no se sabía si eran la traducción para sordos del libreto o que el coro estaba jugando al maisefoyuti.

La dirección musical corrió a cargo del norteamericano John Nelson. Fue junto a Westbroek el gran triunfador de la noche. Su lectura de la partitura de Berlioz fue extraordinaria. Yo eché a faltar tan sólo un poco más de pompa y brío en determinados momentos de la parte Troyana, pero las enormes dosis de lirismo que supo extraer, sin caer en empalagosos efectismos y manteniendo la tensión narrativa, compensaron cualquier carencia. Resultaba imposible no acordarse de la dirección que llevó a cabo recientemente Gergiev en Les Arts, que no me desagradó en absoluto, pero si algo precisamente le critiqué al ruso fue que no hubiese sido capaz de acabar de transmitir toda la mágica emoción que subyace en la hermosa partitura de Berlioz, algo que Nelson sí consiguió con creces.

La Nederlands Philharmonisch Orkest tuvo una muy buena actuación, tan sólo lastrada por puntuales errores en los metales. Notable fue la intervención del clarinete en el solo del acto I, y merece destacarse también el maravilloso sonido y empaste de los cellos que ofrecieron algunos de los momentos más emocionantes de la noche. Antes de empezar la función pude observar como los músicos tenían depositados en sus atriles, junto a la partitura, conejos de Pascua de chocolate.

“Les Troyens” es una obra en la que los coros tienen un especial protagonismo, suponiendo una inmejorable referencia para valorar la excelencia del coro interviniente. En este caso la agrupación titular de la DNO estuvo sencillamente perfecta. La consistencia, empaque y control de las voces no admite el más mínimo reproche y su comportamiento escénico fue igualmente óptimo.

En cuanto a los solistas, la principal atención se centraba en ver el rendimiento que pudiera ofrecer la excepcional soprano local Eva-María Westbroek afrontando el exigente papel de Cassandre. Quienes tuvimos la suerte de escucharla en directo en Les Arts como Sieglinde teníamos pocas dudas acerca de que superaría con éxito la prueba, pero aun así nos sorprendió.

Es imposible no conmoverse ante la intensidad dramática, tanto vocal como escénica, que derrocha esta mujer. Cada segundo que está sobre el escenario permanece completamente metida en el papel. Sus gestos y movimientos siguen el desarrollo dramático de la acción, por muy alejada que se encuentre de la misma.
Su voz, aun no siendo espectacularmente grande, se proyecta con poderío, y presenta una gran homogeneidad y brillantez. Es verdad que los agudos en ocasiones tienden a la tirantez y que sus graves no son rotundos, pero su impecable fraseo y su intensidad interpretativa convierten en referencial casi cualquier papel que asume.

Toda la obra estuve preguntándome qué hubiera pasado si Westbroek hubiese asumido los papeles de Cassandre y de Didon, como ya hicieran en su momento otras cantantes como Verrett o Polaski. El último acto con una Didon como la holandesa podría haber sido inolvidable.

No creo exagerar si afirmo que nos encontramos ante una de las más grandes cantantes de las últimas décadas y, teniendo en cuenta que aun no ha cumplido los 40, podemos esperar que todavía nos ofrezca muchos más momentos mágicos. Yo ya estoy contando los días para poderla ver de nuevo este verano en Salzburgo como la Chrysothemis de “Elektra”.

El dificilísimo rol de Énée estuvo a cargo de Bryan Hymel. Es complicado actualmente encontrar una voz que pueda cumplir con pulcritud las exigencias del papel y Hymel no fue la excepción. Comenzó haciendo gala de una ostensible falta de proyección y de numerosas veladuras que le impedían dotar al personaje del carácter heroico que requiere. En “Inutiles regrets” su ligero y corto vibrato, de resonancias caprinas, hizo ostensible presencia, lo que, mezclado a una importante nasalidad y tendencia al berreo, afeó mucho el momento. No obstante, en los momentos más líricos de la partitura estuvo soberbio, mostrando su mejor cara en el dúo “Nuit d’ivresse”, donde ofreció un canto depurado, lleno de gusto, que adornó con algunos pianísimos espectaculares.

Yvonne Naef, como Didon, fue de menos a más. Comenzó bastante insegura, no controlando demasiado su poderosa voz y no acabando de emocionar, pero en el dúo con Énée estuvo magnífica y su acto V fue realmente intenso, siendo su voz eficaz mensajera del dolor desgarrado del personaje.

La gran sorpresa de la noche fue el barítono canadiense Jean-François Lapointe como Chorèbe, mostrando una voz de gran volumen, consistente, muy bella, y con auténtico timbre baritonal.

Greg Warren fue un muy buen Iopas y nos brindó un delicado “O blonde Cérès”.

Alastair Miles estuvo pésimo como Narbal. Con una caracterización que le daba un parecido físico notable a Sir Alec Guiness, sólo su deplorable movimiento escénico nos sacó de dudas de que no se trataba del genial actor inglés. En cuanto a su voz, uno no puede ir por los escenarios cantando papeles que exigen consistentes bajos cuando sus graves parecen vulgares eructos con sordina.

Floja estuvo también Charlotte Hellekant como Anna. Sobresaliente fue su actuación dramática, pero su canto se resintió de una voz de mezzosoprano justita, en absoluto de una contralto como requiere la partitura.

En cuanto al resto, estuvieron correctos Nicolas Testé como Panthée, Christian Tréguier como Priam, Valerie Gabail como Ascagne y Sébastien Droy como Hylas.

El público tuvo un comportamiento muy respetuoso durante toda la obra. Me llamó especialmente la atención el silencio casi monacal que imperó en la sala durante los dos primeros actos. En la parte negativa debe reseñarse que el aforo, pese a ser día de estreno, no llegó a completarse, e incluso tras los entreactos se apreciaron algunas deserciones.

Al finalizar hubo calurosas ovaciones para todos los protagonistas, que se convirtieron en un auténtico clamor de bravos, con el público puesto en pie, a la salida de Eva-María Westbroek.

Poder disfrutar actualmente de unos Troyanos de este nivel es una fantástica experiencia. Si a eso le unimos el hacerlo en una ciudad como Amsterdam y con la mejor compañía posible, se convierte en todo un lujo.

Os recomiendo leer las crónicas que han hecho de la función los amigos Mei y Joaquim, con quien tuve también la inmensa suerte de compartir unos muy buenos ratos estos días.

Finalizo con este video en el que Yvonne Naef y Bryan Hymel cantan el famoso dúo “Nuit d’ivresse” del final del acto IV:


video de crewmantle

miércoles, 20 de enero de 2010

WESTBROEK Y "BARBE-BLEUE" EN EL LICEU

Ilustración de Gustave Doré (1867) para el cuento de Charles Perrault "La Barbe Bleue"

Estos días se ha hecho público el avance de la programación del Gran Teatre del Liceu de Barcelona para la próxima temporada 2010-2011. No voy a entrar en el análisis de la misma. Para ello os recomiendo que visitéis las entradas que han hecho al respecto en sus blogs tanto Mei como Joaquim.

He querido hacer mención hoy aquí de esa circunstancia para resaltar una de las previsiones más atractivas, a priori, de esa programación, cual es el estreno en España, en junio de 2011, de la única ópera que escribió Paul Dukas, “Ariane et Barbe-Bleue”, con la presencia de la soprano holandesa Eva María Westbroek en el papel protagonista, convirtiéndose en una cita obligada para todos los westbroekianos y amantes de la música francesa de principios del siglo XX.

La ópera en tres actos de Paul Dukas “Ariane et Barbe-Bleue”, con libreto del maestro simbolista belga Maurice Maeterlinck basado en el cuento homónimo de Perrault, fue estrenada en el Teatro de la Ópera Cómica de París el 10 de mayo de 1907, tras más de siete años de trabajo del compositor. Se trata de una obra que, pese a haber obtenido en su momento el favor del público, ha permanecido tradicionalmente demasiado alejada de los circuitos internacionales. Es evidente que no es una obra de las llamadas fáciles, pero la orquestación refinada y exuberante concebida por Dukas, con rasgos impresionistas y, a la vez, latentes influencias de Wagner, César Franck o Berlioz, resulta fascinante y es una experiencia más que aconsejable dejarse llevar por ese brillante torrente melódico.

La historia ofrece una visión diferente del cuento de Barba Azul, en la que se han querido ver referencias feministas, centrándose en Ariane, su sexta esposa, y el intento de ésta por liberar a las anteriores mujeres que permanecen confinadas. Finalmente, Ariane evita que Barba Azul sea linchado por los lugareños y le anuncia que se marcha de allí, invitando a las otras mujeres a acompañarla, pero éstas rehúsan ser liberadas y deciden permanecer junto a su opresor.

La absoluta protagonista de la obra es el personaje de Ariane, que lleva todo el peso de la misma, con un papel extenso, agotador y muy exigente vocalmente, propio para una soprano dramática de envergadura. Aquí, la Westbroek constituye en principio toda una garantía de éxito.

He querido ilustrar esta noticia con unas grabaciones de 1929 que he encontrado en Youtube de dos momentos de “Ariane et Barbe-Bleue”, en la voz de la soprano francesa Suzanne Balguerie.

Aquí podemos escucharla en el fragmento del acto I “O mes clairs diamants!”:


video de Motskov1000

Pese a que el sonido no es bueno, me ha parecido interesante, al tratarse de una voz casi contemporánea a Dukas y a que por algunos es considerada la Ariane de referencia. En 1921, Balguerie debutó en el escenario de la Ópera Cómica de París, precisamente en el papel de Ariane, obteniendo unas excelentes críticas.

Como curiosidad para los tintinófilos (entre los que me incluyo), os comento que la revista musical francesa “Diapason” publicó, en su número de marzo de 1999, un especial titulado "Tintín en la ópera". A partir de ese trabajo, que hacía mención de todos los fragmentos musicales y de ópera a los que se hacía referencia en los álbumes de Tintín, el equipo de la revista concibió el disco “Tintín y la música”, que nos permite escuchar esa recopilación musical. Y si algún fragmento musical cobra protagonismo en las aventuras de Tintín, ese es, sin duda, el aria de las joyas de “Faust” que entona permanentemente el personaje de Bianca Castafiore (el ruiseñor milanés). Pues bien, en la indicada recopilación es precisamente Suzanne Balguerie quien pone voz a la Castafiore, cantando el aria de Gounod.

Para finalizar, os dejo con Suzanne Balguerie en otro fragmento de “Ariane et Barbe-Bleue”, en esta ocasión “Ah! ce n'est pas encore la clarté véritable!”, perteneciente al acto II:


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