
Tenía gran interés por asistir a esta producción del “Tristan und Isolde” de Wagner, en el Royal Opera House Covent Garden de Londres, cuyas primeras representaciones suscitaron cierta controversia respecto a la propuesta escénica y unanimidad absoluta acerca del rendimiento de la sueca Nina Stemme como Isolde.
Desde mi punto de vista, seguramente equivocado, la dirección escénica de Christof Loy es de las de mamarrachada cum laude. Se trata de un minimalismo feo, pretencioso e imbécil. La
escena es un gran espacio vacío con tan sólo una silla y una mesa repugnantes, dignas de una celda de castigo, situadas junto a un panel en el lado izquierdo del escenario donde se desarrollaba prácticamente toda la acción pegada a él, lo que originaba que el público situado en ese lado del teatro no viese apenas nada de lo que ocurría, por lo que seguro que están muy contentos con la originalidad de Loy. Al fondo del escenario, una cortina puntualmente se descorría para dejar ver un segundo plano de la acción, consistente en un comedor con varias mesas dispuestas para un banquete y un gran ventanal al fondo. Allí se situaban los cortesanos del rey Marke y el coro masculino, vestidos de esmoquin, con frecuentes momentos
en que aparecían simulando imágenes congeladas. En la llegada del rey Marke a Kareol del tercer acto los chicos del esmoquin se ponen a hacer como que pelean a cámara lenta embadurnándose todos de sangre, a lo Reservoir Dogs. Muy profundo. En el primer acto podemos escuchar al coro cantando “arriad las velas", "largad el cabo", "levad el ancla” etc, mientras vemos a los presuntos marineros vestidos de esmoquin paralizados, sentados a la mesa, y lo único que huele por allí a mar es el merluzo que se inventó semejante sarta de majaderías.
A mi juicio, la puesta en escena molesta el seguimiento de la acción, con una
divergencia tremenda entre lo que se canta y lo que se ve, e interfiere en la poesía y sentido musical de la obra con tanta bobada. Y todo ello ¿con qué fin?. ¿Dejar a los dos protagonistas en ese espacio vacío, sin ningún aditamento de atrezzo, para que nos encontremos únicamente con sus almas y sentimientos?, pues a lo mejor, aunque a mí que me perdonen los más listos, pero, reconociendo que quizás soy demasiado corto de entendederas para tanta sapiencia artística, yo a quien dejaba solo en una isla desierta era al señor Loy para ver si le caía un coco en la crisma y se le refrescaban las ideas.
En lo musical, la lectura de Antonio Pappano me pareció espléndida. Está claro que no es Baremboim, pero hoy nadie dirige Wagner como
Baremboim. Y Pappano rozó la excelencia. Sorprende la conjunción que logra este hombre con la Orquesta de la ROH en cada proyecto que acomete, y cómo consigue siempre extraer los mejores sonidos de ella. Llevó el pulso de la obra de forma magistral, apasionada, sentida, llenando el teatro de emoción, con un preludio del tercer acto antológico y un Liebestod, junto a Stemme, de los que hacen brotar las lágrimas de puro éxtasis.
El Coro masculino estuvo bastante correcto, a pesar de tener que cantar vestidos de maitres de Parador Nacional.
Nina Stemme es la más grande Isolde de nuestros días por méritos propios. Personalmente, yo no he escuchado nada igual, salvo que nos vayamos a las grabaciones históricas de las grandes diosas wagnerianas. Su interpretación fue
absolutamente perfecta y consiguió hacernos vivir una noche inolvidable, pese a la absurda puesta en escena que la envolvía y el fiasco de tenor que tuvo por acompañante. Su voz, redonda y extraordinariamente homogénea, se impuso siempre a la orquesta, llegando aparentemente fresca al final tras cuatro horas de plenitud canora. Irradió durante ese tiempo altivo orgullo, amor y desesperación, exhibiendo una fuerza dramática inmensa en el primer acto, consiguiendo alcanzar en el segundo las cimas del lirismo y el canto matizado, y finalizando con un “Mild und Liese” espectacular y sobrecogedor. Todo ello acompañado de una intensa interpretación como actriz, cuidando al máximo cada gesto y cada mirada. Su salida al escenario a la finalización del espectáculo fue acompañada por una tormenta enloquecida de bravos, mientras la totalidad del teatro se ponía en pie para premiar el esfuerzo de esta mujer que nos hizo gozar con su mayúsculo arte. Y cinco horas y media después del comienzo aun tuvo el aguante de atender a los fans para firmar programas y conversar brevemente con ellos, y yo la fortuna de hallarme allí y poderle transmitir mi reconocimiento y admiración.
Ben Heppner es un cantante al que le profeso enorme respeto, y es (o ha sido), sin duda, uno de los Tristanes referenciales de los últimos años. Sin embargo, los comentarios de quienes habían asistido a las anteriores funciones de este Tristán coincidían en afirmar que Heppner había presentado graves problemas vocales,
aunque todos confiábamos en que se tratase de un problema pasajero y surgiese de nuevo el Heppner que conocemos, ese Tristán fuerte, emotivo, brillante y resistente. Pues nada más lejos de la realidad. Estuvo sencillamente espantoso. Su voz se quebró por completo, no era una voz cansada, sino absolutamente rota. Comenzó el primer acto con problemas de emisión, quedando frecuentemente por debajo de la orquesta, con una respiración inadecuada que afeaba su fraseo, pero aguantando las subidas al agudo con cierta dignidad e intentando matizar. Pero en el segundo acto el fracaso fue definitivo. Alguien secuestró al esforzado cantante de ópera en el entreacto y soltó a escena a un representante de granjas avícolas que no hubo nota que diese que no fuese acompañada de su correspondiente gallo. Daba igual que se moviera en el registro agudo que en la zona central, que cantase en forte o pianissimo, que allí aparecía el gallo Claudio en cada nota, castigando los oídos de los pacientes espectadores, mancillando la exquisita música de Wagner e impidiendo que se pudiese gozar en plenitud de la perfección del canto de su compañera de reparto. En el tercer acto, disminuyó un tanto el número de gallos, pero la desafinación y los problemas de emisión continuaron hasta el final. Algo vergonzoso e imperdonable.
Al comienzo del tercer acto una señorita de la ROH salió a escena siendo recibida con aplausos de quienes pensaban que iba a anunciar la salida del cover, pero hete aquí que lo que anunció fue que el señor Heppner se encontraba indispuesto a causa de una
alergia, pero que había decidido continuar la representación. Si no hubiéramos tenido noticia de su rendimiento en las funciones anteriores, igual la cosa colaba, pero si ya la semana anterior se infló a soltar gallos y a desafinar, o es que definitivamente se le ha roto la voz o es que no estando en condiciones de cantar, lo hizo, para desgracia del público presente que, no obstante, al finalizar la obra le obsequió con inmerecidos aplausos de respeto. Ese respeto que él no tuvo con el público, no teniendo la dignidad siquiera de dar la cara a la salida, huyendo a escondidas sin pasar por la stage door.
El grandísimo Matti Salminen fue, una vez más, el rey Marke. Él es Marke y no hay otro
igual. Su tremenda voz, la intensidad dramática de su canto y ese fraseo imponente en el que consigue ligar los silencios con los versos como nadie, dando a cada frase su perfecto sentido, logran transmitir la dignidad, desconcierto, ira y tristeza de este personaje que ha hecho suyo. Más meritoria aún es la actuación de este finlandés incombustible teniendo en cuenta que tuvo que moverse en escena pese a acusar una ostensible cojera que le obligaba a ir apoyándose en un bastón.
La francesa Sophie Koch compuso una Brangäne extraordinaria, con una enorme fuerza interpretativa, sabiendo dar la réplica a Stemme en sus intervenciones conjuntas.

Michael Volle fue también un gran Kurnewal con una voz impresionante y una poderosa presencia escénica.
El resto del reparto estuvo correcto, aunque no me acabó de gustar la voz del Melot de Richard Berkeley Steele.
Al final, pese a Loy y Heppner, pudimos vivir una noche intensa, llena de emoción, donde disfrutamos de un Wagner excelso gracias a Pappano y a esta diosa wagneriana llamada Nina Stemme.
Desde mi punto de vista, seguramente equivocado, la dirección escénica de Christof Loy es de las de mamarrachada cum laude. Se trata de un minimalismo feo, pretencioso e imbécil. La


A mi juicio, la puesta en escena molesta el seguimiento de la acción, con una

En lo musical, la lectura de Antonio Pappano me pareció espléndida. Está claro que no es Baremboim, pero hoy nadie dirige Wagner como

El Coro masculino estuvo bastante correcto, a pesar de tener que cantar vestidos de maitres de Parador Nacional.
Nina Stemme es la más grande Isolde de nuestros días por méritos propios. Personalmente, yo no he escuchado nada igual, salvo que nos vayamos a las grabaciones históricas de las grandes diosas wagnerianas. Su interpretación fue

Ben Heppner es un cantante al que le profeso enorme respeto, y es (o ha sido), sin duda, uno de los Tristanes referenciales de los últimos años. Sin embargo, los comentarios de quienes habían asistido a las anteriores funciones de este Tristán coincidían en afirmar que Heppner había presentado graves problemas vocales,

Al comienzo del tercer acto una señorita de la ROH salió a escena siendo recibida con aplausos de quienes pensaban que iba a anunciar la salida del cover, pero hete aquí que lo que anunció fue que el señor Heppner se encontraba indispuesto a causa de una

El grandísimo Matti Salminen fue, una vez más, el rey Marke. Él es Marke y no hay otro

La francesa Sophie Koch compuso una Brangäne extraordinaria, con una enorme fuerza interpretativa, sabiendo dar la réplica a Stemme en sus intervenciones conjuntas.

Michael Volle fue también un gran Kurnewal con una voz impresionante y una poderosa presencia escénica.
El resto del reparto estuvo correcto, aunque no me acabó de gustar la voz del Melot de Richard Berkeley Steele.
Al final, pese a Loy y Heppner, pudimos vivir una noche intensa, llena de emoción, donde disfrutamos de un Wagner excelso gracias a Pappano y a esta diosa wagneriana llamada Nina Stemme.
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