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sábado, 23 de marzo de 2019

"IOLANTA" (P. I. Tchaikovsky) - Palau de les Arts - 22/03/19


Ya dije cuando se anunció la presente temporada operística 2018/19 del Palau de les Arts que, en principio, lo que más interés me suscitaba, junto a la Lucia di Lammermoor que la clausurará, eran las funciones de Iolanta, de P.I. Tchaikovsky, que se iniciaron ayer en el coliseo valenciano. Varios eran los alicientes que presentaba: para empezar, es una ópera que me conquistó desde la primera vez que la escuché con una música que me parece preciosa; se trata de una obra que no es muy habitual ver representada; cuenta con la dirección escénica del polaco Mariusz Trelinski que casi siempre nos ha ofrecido propuestas interesantes; y de la dirección musical se encarga Henrik Nánási, que ha culminado con éxito incontestable cada aparición suya en el foso de Les Arts.

Para romper la intriga cuanto antes, empiezo ya por confesar que mis expectativas no quedaron defraudadas y considero que, aunque haya algunas cosas a las que se les pueda sacar punta, anoche se vivió un estreno muy exitoso en el que el público se lo pasó fenomenal, lo que, al fin y al cabo, es lo más importante.


Sí hay algo que no entiendo, y es que esta ópera de poco más de hora y media de duración no se haya ofrecido en un programa doble junto a otra obra breve, como se hace habitualmente en otros teatros (por ejemplo, recientemente, en el Teatro Real junto a Perséphone, de Stravinski; o en el neoyorquino Met junto a El castillo de Barbazul, de Bartók). Es verdad que prefiero que se haya optado por la versión escenificada, aunque sea sin ópera acompañante, y no por otra versión en concierto en el infecto Auditori, como ya la tuvimos en 2012; y también es cierto que se han reducido un poco los precios habituales de la sala principal para estas funciones. Igualmente, reconozco que posiblemente la programación un tanto coja de esta ópera venga derivada de cómo se fraguó esta temporada, sin director artístico, en pleno cambio de sus órganos de gobierno y sin apenas tiempo ni margen de reacción. Pero lo que es un hecho incontestable es que el público sale muy satisfecho de la sala con lo vivido, aunque con una especie de sensación de coitus interruptus muy significativa al quedarte con ganas de más.

Como decía antes, la dirección escénica de esta producción del Teatro Mariinsky de San Petersburgo corre a cargo del polaco Mariusz Trelinski, de quien en Les Arts ya hemos visto en temporadas anteriores sus versiones de Madama Butterfly (2010) y Eugene Onegin (2011), mucho mejor a mi juicio la primera que la segunda, aunque siempre con un poderío e impacto visual muy relevante. También en esta ocasión la iluminación y el componente visual y estético tendrán un papel fundamental, lo cual en esta ópera cobra aún más sentido al ser la luz o su ausencia el eje en torno al cual gira toda esta fábula. El vestuario y la escenografía juegan también con el contraste entre blancos y negros, reflejo de esa dualidad simbólica entre luz y oscuridad (conocimiento – ignorancia; uniformidad – singularidad; integración - marginación) que recorre la trama. 

La acción se ha trasladado temporalmente del siglo XV a una época más moderna, posiblemente sobre los años 40 del pasado siglo, y se ha comentado que se ha buscado inspiración en el cine negro de esos años. Como también suele ser habitual en el director polaco, nos encontramos aquí con una escenografía muy limitada; únicamente una estancia en forma de cubo giratorio que representará tanto el interior como el exterior de la casa donde permanece recluida Iolanta rodeada de cráneos de ciervos muertos. Allí la tiene encerrada su padre, igual que a esos animales sin vida, fuera de su hábitat, como un trofeo, sólo para él, tan sobreprotegida que está muerta para el mundo.    

Junto a la casa, enmarcando la acción, simplemente una pila de leña y un bosque de árboles secos flotantes con sus raíces suspendidas, dando al conjunto un cierto aire fantasmagórico muy apropiado para la fábula que en definitiva es. La oscuridad que rodea la casa o ese ambiente neblinoso y turbio, otorga especial protagonismo a la figura de Iolanta y centra la atención del espectador en los personajes principales y en el devenir dramático. El hecho de que gire el cubo central logra dotar de gran ligereza a la acción y los cambios de escena se suceden sin demoras innecesarias y sin que el ritmo narrativo se resienta.

Durante toda la representación, entre el escenario y la platea permanece permanentemente bajada una tela/pantalla sobre la que puntualmente se proyectan algunas imágenes. Yo pensaba que en la escena final, cuando la protagonista recupera la vista, la pantalla se retiraría definitivamente, pero no; con lo que la verdad es que no entiendo por qué nos tenemos que chupar toda la obra tras ese velo que dificulta la visión y la escucha del espectador, para que sirva de soporte para la proyección de video en apenas 4 o 5 ocasiones. Si es para que empaticemos más con la ceguera de la protagonista, ya puestos, que la hubieran hecho a oscuras. Aunque poco faltó para que la platea quedara ciega de verdad, pues, una vez más, las musas de los registas, que deben tener accionariado en la ONCE, decidieron que había que deslumbrar al espectador en una escena, en este caso cuando se descubre que Vaudemont está con Iolanta y todo el reparto aparece armado con linternas que, por supuesto, se encargan de dirigir convenientemente a las pupilas de los espectadores, no vaya a ser que se duerman.

Cuando finalmente la protagonista consigue ver, la luz crecerá en intensidad, y en la última escena todos los intérpretes, con un vestuario en el que predominará claramente el blanco, se alejarán festejando la buena nueva, a excepción de uno, el rey René, vestido de riguroso negro, con un guante de cuero del mismo color (posiblemente simbólico de lo cerca que está su comportamiento sobreprotector hacia su hija del sadismo o del maltrato psicológico), y que se quedará solo en la habitación de Iolanta mientras suenan las últimas notas de la ópera.

Creo que, en conjunto, la dirección escénica puede calificarse de positiva. Es verdad que se encuentra un poco en tierra de nadie entre las propuestas ajustadas al libreto y las más transgresoras, sin que aporte ninguna lectura especialmente original; pero hay una buena dirección de actores (otra cosa es lo buenos o malos que sean luego ellos) y obtiene una alta calificación en la creación de atmósferas y ambientes sugerentes que acompañan adecuadamente el discurso musical y dramático sin alterarlo especialmente y sin perturbar demasiado al espectador, a excepción, como ya he dicho, de esa molesta pantalla interpuesta y las linternitas del demonio.  

Para quien esto suscribe es una alegría poder volver a decir que regresaba al foso de Les Arts Henrik Nánási. Siempre que ha pasado por nuestro teatro, el rendimiento de la orquesta ha sido excelente. Y ayer no fue una excepción. Esta ópera, aparentemente menor, cuenta con una maravillosa orquestación que encontró en la batuta de Nánási y los componentes de la Orquestra de la Comunitat Valenciana una interpretación privilegiada. Todo el cromatismo con el que Tchaikovsky impregna los pentagramas para mostrarnos musicalmente esa dualidad entre la luz y la oscuridad, fue trasladada a la sala por la orquesta de manera mágica. El director húngaro volvió a maravillarme con su extraordinario manejo de las dinámicas y sabia administración de las intensidades, con el absoluto control y equilibrio de orquesta y foso y, sobre todo, con una labor de dirección rebosante de sentido dramático, sabiendo resaltar cada matiz de la partitura generando emociones, al mismo tiempo que cuidaba las voces con un mimo exquisito.

Ya desde los primeros compases, desde ese preludio donde sólo los vientos intervienen para reflejar así la carencia de la luz que padece la protagonista, la calidad de los componentes de nuestra orquesta se puso una vez más de manifiesto. Grandísima noche de maderas y metales, con muy destacadas intervenciones de flautas, trompas y trompetas, de Ana Rivera en el corno inglés, Pierre Antoine Escoffier al oboe y unos más que sobresalientes Salvador Sanchís al fagot y Tamás Massànyi con el clarinete. Y no menos sensacionales estuvieron las cuerdas, desde las luminosas arpas a unos soberbios contrabajos que junto con violines, chelos y violas sustentaron con excelencia el magnífico edificio orquestal concebido por Tchaikovsky. Mención especial merece también el virtuosismo mostrado por Guiorgui Dimchevski, de nuevo como concertino en el foso de Les Arts.

El coro en esta ópera tiene una escasa participación aunque con momentos de indiscutible belleza. Las componentes femeninas del Cor de la Generalitat estuvieron situadas otra vez en el foso, tras la orquesta, durante casi toda la representación. Esto parece ya una nueva moda y esta es ya la tercera vez que se recurre a este singular emplazamiento en menos de un año, desde que a finales de la pasada temporada Abbado tomara la decisión de ubicar parte del coro en el foso en La damnation de Faust y repitiera recientemente en I Masnadieri. La verdad es que, al menos desde mi posición, anoche se logró un gran equilibrio del coro con la orquesta y las voces. Impecables fueron todas sus intervenciones cargadas de sutileza y musicalidad, e imponente la última escena con todo el conjunto sobre el escenario en uno de esos momentos que quedarán para el recuerdo.

El papel de la protagonista ha sido encomendado a la soprano armenia Lianna Haroutounian, quien ya nos visitara el año pasado como Tosca. En aquella ocasión no me acabó de convencer, pese a reconocer la calidad de su instrumento. Como Iolanta me ha gustado más, aunque valdrían muchas de las consideraciones que hice entonces. Es incuestionable la belleza de una voz sana, con cuerpo, bien proyectada, de atractivo timbre lírico que en la zona aguda se expande y agranda notablemente. Puntualmente se le descontroló un poquito la afinación y, pese a que la cantante pone todo su empeño, no puedo evitar que me traslade una cierta frialdad. Es cierto que hay instantes en los que su derroche vocal y entrega artística elevan la vertiente expresiva, pero le falta ese punto de magia, esa chispa de emoción que estimula nuestra espina dorsal, pero puede que sea una sensación muy particular. De cualquier modo, compuso una Iolanta más que notable que sólo puede merecer un encendido elogio.

El rol de Vaudemont no es precisamente una perita en dulce y el tenor ucraniano, hasta ayer para mí desconocido, Valentyn Dytiuk, ha sido toda una agradable sorpresa. Es aún muy joven, apenas 28 años, y está claro que debe madurar y pulir muchos aspectos, pero el resultado final fue muy relevante. Cantó su romanza con un gusto exquisito, adornándose con falsetes y medias voces, presentando en el registro agudo una frescura deslumbrante con apabullante comodidad. El fraseo en la zona central estaba más descuidado, pero es una cuestión a trabajar y que no deslució su muy brillante rendimiento vocal general. Su flanco más vulnerable es su actuación dramática porque como actor el muchacho muestra obvias carencias, con una movilidad y gestualidad limitadas, sacando pecho palomo y posando cual muñeco Michelin. El vestuario con pijo-jersey de Zipi y Zape y pantalón de chándal metido por dentro del botín, tampoco ayudaba.

Poco antes de comenzar la función, nos encontramos en el programa de mano con la sorpresa de que el bajo ruso Mikhail Kolelishvili, inicialmente anunciado como rey René, quedaba relegado a las dos últimas representaciones. Les Arts ha hecho público un comunicado diciendo que cancelaba por indisposición su participación y que sería sustituido por el ucraniano Vitalij Kowaljow, un cantante que también ha pasado ya por Les Arts, cuando vino en 2014 a cantar el Jacopo Fiesco de Simon Boccanegra, también por cierto para sustituir otra cancelación de otro bajo ruso, Ildar Abdrazakov. Kowaljow cumplió sobradamente el compromiso con una voz grave poderosa que manejó cantando con mucha clase y sabiendo dibujar este complicado personaje de perfiles tan polivalentes. Quizás se echase de menos que se mostrara más imponente con esas resonancias cavernosas de los bajos más profundos.

En mi opinión, el menos destacado del quinteto protagonista, sin que ello quiera decir que estuvo mal, fue el Ibn-Haqia de Gevorg Hakobyan, un barítono armenio que también hemos visto en Les Arts el año pasado como uno de los Scarpia de aquellas Tosca con la Haroutounian. Tiene un instrumento más limitado y muestra más tosquedad en su fraseo. Aun así, solventó bastante bien la difícil papeleta en su monólogo en crescendo, aunque acabase algo apurado, y siempre contó con el apoyo y mimo de una base orquestal fantástica.

Excelente me pareció Boris Pinkhasovich como Robert. A mí fue el que más me gustó de la noche. El barítono ruso mostró un auténtico color baritonal, con graves bien apoyados, agudos potentes y un timbre luminoso que recorría la sala y se imponía a la orquesta con facilidad. Fraseó con vehemencia y estupendo legato. Su aria resultó imponente por potencia vocal, musicalidad y expresividad, aspecto este en el que sin duda fue también el más destacado de la velada, tanto en lo vocal como en lo actoral.

Me gustó mucho el trío de criadas Marta, Briggitta y Laura, que estuvieron interpretadas con indudable acierto por Marina Pinchuk, Olga Zharikova y Olga Syniakova, respectivamente. Mostraron un gran equilibrio vocal, sensibilidad y un muy buen comportamiento escénico.

Muy correcto estuvo también Gennady Bezzubenkov, en el casi anecdótico papel de Bertrand; y magnífico en todos los aspectos el veterano Andrei Danilov en el también breve rol de Almeric.

Como era de esperar conociendo el comportamiento del público valenciano, al ofrecerse una ópera menos popular aparecieron bastantes más huecos en la sala. Una verdadera pena teniendo en cuenta la calidad del espectáculo ofrecido. Ojalá en las próximas representaciones el boca a boca vaya funcionando y se mejore la venta de entradas. Se aplaudió generosamente a todos los intérpretes a la finalización y hubo gran ovación para la orquesta. Esta vez sí salieron a saludar los responsables de la dirección artística que también obtuvieron la unánime aprobación por parte del público presente.

A los que no se os haya pasado por la cabeza asistir a alguna de estas funciones de Iolanta, os recomiendo que reconsideréis vuestra decisión. Descubriréis una ópera de música bellísima, con una orquesta en estado de gracia y un reparto vocal muy homogéneo y equilibrado. Además, los precios de las localidades son más baratos que de costumbre. ¿Qué más se puede pedir?



sábado, 21 de abril de 2018

CONCIERTO WAGNER - Auditori del Palau de les Arts - 20/04/18


Casi cinco años después, la música de Wagner volvió a sonar en Les Arts… Desde aquella magnífica Valquiria que dirigiera el maestro Zubin Mehtaallá por noviembre de 2013, la obra de Richard Wagner no había vuelto a tener presencia en el teatro valenciano. Una auténtica vergüenza, especialmente teniendo en cuenta las características de la Orquestra de la Comunitat Valencianaque se ajusta extraordinariamente bien y siempre ha destacado en el repertorio germánico del XIX y XX.

La llegada a la dirección artística de Davide Livermore sepultó las ilusiones de los muchos wagnerianos que formamos parte del público habitual de Les Arts y que temporada tras temporada veíamos como se nos empachaba de Verdi y Puccini mientras la programación de óperas de Wagner o Strauss, quedaba reducida a cero. Siempre alegó el turinés que el motivo era económico al precisar esas obras de refuerzos orquestales. Sin embargo no parecía haber problemas económicos para incluir otras óperas italianas, como Aida o Don Carlo, o francesas, como La condenación de Fausto, que no exigen precisamente unas orquestas reducidas. Además, como ya he dicho otras veces, no toda la producción de Wagner requiere fosos abarrotados, ahí están por ejemplo El Holandes Erranteo Lohengrin y no digamos obras como Ariadne auf Naxos de Strauss. A mí nadie me quitará nunca la idea de que el único motivo de peso ha sido la preferencia y gusto personal del ex intendente Livermore.

Pero bueno, el caso es que esta temporada, antes de marcharse, Livermore aceptó incluir de nuevo en la programación la música de Richard Wagner. Eso sí, a modo de popurrí, en versión concierto y relegada a la infecta acústica de ese aberrante espacio que se hace llamar Auditori. Ayer volvimos a vivir un ejemplo de la tortura para las orejas que supone un concierto en esta sala, donde según el lugar en que te ubiques puedes tener una acústica sólo mala o pésima, dispersándose el sonido, retumbando los metales, escuchándose el ruido exterior y con imposibilidad de ubicar correctamente a los solistas vocales, lo que en un concierto como el de ayer, con una orquesta muy numerosa, tiene garantizado el avasallamiento y un desequilibrio importante. Por eso confieso que ayer no pude evitar reírme cuando Siegmund dijo eso de “O lieblichste Laute, denen ich lausche!” (Oh, dulcísimo sonido el que escucho)… sobre todo si además se pronunciaba con el timbre de grajo de las antípodas de Simon O’Neill.

Además de eso, a las despejadas mentes de Les Arts no se les ha ocurrido nada mejor que, al poco tiempo de salir las entradas a la compra general, vender (espero) todo el aforo libre a un patrocinador (Pavasal), con lo que desde hace meses en la web del teatro aparecían las localidades como agotadas; así que los aficionados que no tenían incluido en abono este concierto ni estuvieron especialmente rápidos en la compra anticipada, se han visto obligados a acudir a taquillas el mismo día de la representación a chuparse la cola, con perdón, y buscar si les llegaba alguna del 5% reservado legalmente. Ese bloqueo de entradas ha motivado además que, pese a la gran expectación que existía y a venderse en prensa que el concierto había agotado las localidades, se vieran bastantes huecos en la sala, posiblemente debidos a entradas regaladas por el patrocinador que no han sido utilizadas. Una pena hacer las cosas tan mal.

De cualquier forma, como decía, la expectación que se ha vivido estas últimas semanas ante el concierto y el ambiente emocionado que se respiraba ayer a la entrada, mostraban a las claras las ganas que tenía el público valenciano de volver a escuchar la música de Richard Wagner en su teatro; en un teatro que, no hemos de olvidar, hace no tantos años fue un referente internacional de la interpretación wagneriana.

El programa presentado estaba compuesto por la Obertura de Tannhäuser, el Preludio y Liebestod de Tristan e Isolda, y el primer acto de Die Walküre; contándose además con la presencia de tres voces importantes en el circuito internacional en repertorio wagneriano como las de Camilla Nylund, Simon O’Neill y Matti Salminen. El programa resultaba realmente atractivo para el espectador. Sobre todo para el más neófito porque esta modalidad de selección variadita a los wagnerianos más recalcitrantes nos deja un poco con sensación de coitus interruptus. Cuando la obertura de Tannhäuser te había introducido en el mundo del Venusberg, había que cambiar el chip al intimismo de Tristan. Y no digamos asistir a un emocionante primer acto de Valquiria y tenerse que marchar uno a casa sin que Wotan haga acto de presencia. Pero en fin, no me quejaré porque la verdad es que, pese a todo lo que pueda criticarse, yo me lo pasé estupendamente y espero que a partir de ahora si el teatro sigue vivo, cosa que cada vez veo más complicada, no tengamos que esperar otros 5 años para escuchar, aunque sea mal, la música de Wagner.

A esa expectación de la que hablaba contribuía también la anunciada presencia al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana del húngaro Henrik Nánási, un director muy querido por el público de Les Arts tras haber ofrecido unas magistrales interpretaciones en repertorios tan distintos como Bartók (El castillo del duque Barbazul), Verdi (Macbeth) o Massenet (Werther), y un maestro también muy querido por los músicos de la orquesta de la casa, que le han situado como el segundo preferido para dirigirla, sólo superado por escasos votos por Gustavo Gimeno, en una encuesta que salió hace diez días a la luz y que parece que ha sido el detonante para la dimisión de Fabio Biondi esta misma semana.

Ayer desde luego quedó claro que Nánási tiene una muy buena relación con los componentes de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Ese entendimiento entre director y músicos hay ocasiones en que trasciende más allá del pódium y casi se puede palpar en la sala y anoche fue una de esas jornadas. Sólo había que ver la forma en la que fue despedido por los integrantes de la orquesta, a los que sólo les faltó agarrarse a sus piernas y decirle: no te vaaayaaas. Yo no sé si existirá alguna posibilidad de materializar que este hombre pudiera ser el nuevo titular de la orquesta de Les Arts, pero no me cabe duda de que sería una muy buena noticia. Supongo que la cosa será difícil, si no imposible, y dejar su dirección actual de la Komische Oper de Berlín para venirse a esta jaula de grillos valenciana no parece una decisión especialmente sensata.

La labor de Nánási ayer, pese a todo, tuvo cosas mejores y peores y a la salida había opiniones para todos los gustos, pero nadie podrá discutirle su personalidad y profesionalidad. En general se caracterizó por estirar los tempi, ralentizando a veces hasta el límite del batacazo de la tensión, como en Tristan; pero compaginándolo siempre con algunos detalles magníficos. Me encantó la variedad dinámica y el espíritu que impuso en Tannhäuser. Y me gustó mucho su primer acto de Valquiria, con una introducción realmente espectacular y con una lectura lírica muy ajustada a las voces que le tocaron en suerte. Personalmente, me volvió a sorprender por su aparente facilidad para hacer brillar el conjunto orquestal, con un equilibrio fantástico, teniendo que pelear contra una acústica nefasta, primando la expresividad sin perder nunca la fuerza dramática y el pulso narrativo, salvo quizás en algún pasaje de Tristan. La colocación de las voces fue un error, pero tampoco creo que tuviera mucha mejor opción.

La Orquestra de la Comunitat Valenciana tuvo una gran noche. Hubo algún comentario de esos típicos de “esta orquesta no suena como antes”. Si seguimos tomando como referencia los tiempos del Fidelio o del Anillo más vale que nos surtamos de Prozac, pero, objetivamente, escuchar ayer la orquesta fue una gozada. Daba gusto ver el escenario abarrotado de músicos y el nivel ofrecido fue excelente pese a algunas pifias, unos pizzicatos a destiempo, algún desajuste puntual… pero yo disfruté muchísimo. Los violonchelos, con Rafal Jezierski marcándose un solo en Valquiriade escándalo, estuvieron sublimes; así como los metales, especialmente en Tannhäuser; el oboe de Pierre Antoine Escoffier, el clarinete de Joan Enric Lluna… Bravo.

En el apartado vocal fue un lujo contar con la presencia de una cantante wagneriana de referencia como es mi muy querida Camilla Nylund. La soprano finlandesa comenzó afrontando el Liebestod de Tristan e Isolda apenas unas semanas después de haber cantado por vez primera el rol (segundo acto y versión concierto) en Boston en compañía de Jonas Kaufmann que también debutaba el papel de Tristan. En esta segunda y breve aproximación al personaje de Isolde, la Nylund ofreció ayer una muerte de amor emocionante, cargada de lirismo y sentido dramático, con un fraseo exquisito que se vio empañado por su colocación en medio de la orquesta, lo cual unido a la densidad orquestal de la partitura y su voz lírica, bellísima, pero a la que, posiblemente, le falte todavía cuerpo como para insistir demasiado a estas alturas de su carrera en frecuentar este personaje, hizo que quedase sepultada por la avalancha orquestal.

Mucho más adecuado a su vocalidad resulta su Sieglinde, un papel que ha paseado ya con éxito por los principales recintos operísticos, incluido el templo wagneriano de Bayreuth, y con el que yo creo que se ha convertido en una de las dos o tres Sieglinde de referencia del panorama actual. Es verdad que aquí también su voz es más lírica de lo que, sobre todo históricamente, es habitual, pero la belleza de su canto, la fuerza dramática, la expresividad y el alma que imprime a la narración, son auténticamente cautivadoras, al menos para el que esto escribe.

Todo lo contrario me ocurrió con el tenor neozelandés Simon O’Neill que me resultó un Siegmund de saldo.  ¿Cometió alguna pifia, dejó de dar las notas que tocaban?, no; pero su voz se encuentra lejísimos de lo que debería ser un héroe wagneriano. La única heroicidad respecto a su personaje fue la de los espectadores que tuvimos que aguantar impertérritos cómo afeaba los dúos con Sieglinde y como toda la elegancia orquestal que se pretendía imprimir se machacaba con un timbre horrendo, nasal e ingrato. Ayer no tuvimos a Siegmunden escena, sino a Mime cantando el papel de Siegmund. Vocalmente, al lado de Nylund y hasta de un Salminen cascado, O’Neill fue un mero monigote con voz de pregonero. Es verdad que aguantó el fiato en unos Wälse largos, pero sin espíritu heroico y es que su canto insulso y monolítico aburría a las ovejas.

Tras anunciarse inicialmente que el encargado de asumir el papel de Hundingsería el veterano bajo norteamericano Eric Halfvarson, hace pocos días se conoció la noticia de que se veía obligado a cancelar su participación por enfermedad, y nos encontramos con la sorpresa añadida de que su sustituto sería el más veterano aún Matti Salminen. El legendario bajo finlandés que tan memorables jornadas nos ha brindado en este teatro desde sus inicios, anunció a finales de 2016 su retirada de los escenarios, con lo que su presencia en Les Arts ha sido aún más inesperada. Obviamente la voz de Salminenno es la misma de sus grandes años y asoman lógicas carencias, pero cualquier reproche queda automáticamente enmudecido ante la autoridad y presencia de su canto y su imponente fraseo. El público valenciano le adora y lo demostró sobradamente en los saludos finales.

Como he dicho antes fue una pena ver notorios huecos en la sala después de haber estado presumiendo de sold out durante meses. El ambiente, no obstante, era el de las grandes noches, con una ilusionante presencia, además, de bastante gente joven. Como siempre, algún móvil descontrolado y toses inoportunas, con especial referencia a la que se cargó sin piedad tras mi cogote el silencio final al consumirse las últimas notas del Liebestod. Al final, grandes ovaciones y euforia general pusieron el punto final a una noche mágica, pese a que algunos aficionados a la salida se mostraban ligeramente decepcionados. No fue mi caso. Yo disfruté mucho, pese a la acústica, al timbre de O’Neilly al coitus interruptus. Ojalá podamos seguir teniendo la presencia en Valencia de la música de Wagner y de Henrik Nánási.

Y mientras todo esto ocurría… en la conselleria de cultura supongo que el señor Girona buscaba en su colección de álbumes de cromos de fútbol a ver si encontraba en qué equipo jugaba ese tal Fabio Biondi del que todo el mundo le hablaba estos días, mientras su equipo de colaboradores seguía debatiendo si el concurso para elegir director artístico lo resolvían con la lotería de los Juegos Reunidos Geyper o echándolo a pies.


domingo, 21 de mayo de 2017

"WERTHER" (Jules Massenet) - Palau de les Arts - 20/05/17

Mientras seguimos esperando que la dirección de Les Arts se digne anunciar oficialmente los títulos que compondrán la próxima temporada operística 2017/2018, ayer tuvo lugar en el coliseo de Calatrava el estreno de una de las obras que más expectación habían generado este año entre algunos de nosotros, Werther, de Jules Massenet, una de las cumbres del repertorio operístico romántico francés.

Resumiendo las impresiones que enseguida desarrollaré, diré que salí bastante decepcionado, por culpa sobre todo de unas prestaciones vocales que no me convencieron y una puesta en escena insulsa, cursi y bastante idiota; y ello pese a que la dirección musical me pareció sobresaliente.

La dirección de escena corre a cargo de Jean-Louis Grinda en esta nueva coproducción del Palau de les Arts y la Opéra Monte-Carlo. Del regista monegasco ya hemos podido ver en este teatro su trabajo para The telephone, Amelia al ballo, y la Tosca que se representó en 2011 y 2012. Dije entonces de su labor en Tosca que me resultó previsible y anodina, de planteamiento muy clásico, con una escenografía pobre y absurda y una vulgar dirección de actores. Y lo cierto es que podría decir lo mismo de lo visto ayer en Werther.

La propuesta es enormemente clásica y si el libreto dice clavecín, nos coloca un clavecín en mitad del escenario, si se habla de pistolas, allí están en un armariete, también el libro, las cartas… La única licencia que se toma el señor Grinda es presentarnos toda la obra como un flashback del protagonista que ya nos aparece durante el preludio con su camisa ensangrentada contemplando un espejo que se romperá y que permanecerá presente en el escenario durante toda la representación.

Esto del flashback no es ninguna novedad, pero además en este caso lo considero un recurso fallido. No tiene sentido porque para eso tienes que respetar el punto de vista del personaje principal y ver toda la obra a través de sus ojos, lo que resulta imposible en todas aquellas escenas en las que Werther no participa, salvo que le hagas estar por allí pululando para que veamos su espíritu contemplar la acción. Esto sólo se lleva a cabo poco antes de la entrada del personaje en el tercer acto, precisamente en el peor momento posible, pues se rompe todo el dramatismo de ese instante de Charlotte dudando si su amado aparecerá, mientras él está bambando por detrás mirando las pistolitas. Además resulta ridículo que se pase el personaje toda la obra vestido con la misma camisa llena de sangre.

Y si de vestuario hablamos me gustaría que alguien me explicase qué tipo de hecatombe climática hace que Albert llegue en el primer acto, que se desarrolla en el mes de julio, con abrigo y bufanda. Tampoco la caracterización de Schmidt y Johann como ancianos está conseguida, acercándose a una caracterización de función de colegio. Algo mejor aparece el personaje de Le Bailli, aunque con una pinta de Santiago Segura bastante risible. De los angelitos repipis casi mejor me callo porque la señora madre de Grinda no tiene culpa de nada.

La iluminación tampoco aporta absolutamente nada y todo es sosainas, plano y de andar por casa. La dirección de actores es igualmente vulgar y descuidada lo que, unido a la falta de sapiencia o ganas de la mayoría de los intérpretes, condujo a unos resultados pobres y aburridos en cuanto a dramatismo escénico.

Quizás pudiera reseñar la proyección que se ofrece durante el interludio musical entre el tercer y cuarto acto, con la imagen de Charlotte angustiada corriendo por un interminable camino nevado; pero, como ya sabéis, me repatea eso de que nos quieran entretener durante los fragmentos musicales

No quiero extenderme más sobre el componente escénico de este Werther porque pienso que no lo merece semejante pavisosez y tontunez que lo único que me provocó es sopor.

La riqueza melódica y el refinamiento orquestal de esta composición de Massenet, requieren una orquesta que esté a la altura y ayer encontró adecuado vehículo en nuestra Orquestra de la Comunitat Valenciana que volvió a sonar excepcionalmente; pero, sobre todo, necesita un director que sepa destacar y poner de relieve los inacabables matices de la partitura y Henrik Nánási nos brindó una lectura minuciosa y bellísima de esta maravillosa página. Lamentablemente, anoche en pocas ocasiones el escalofrío de la emoción me alcanzó; eso sí, cuando lo hizo fue siempre, salvo una excepción que luego comentaré,  en momentos puramente orquestales: en el Preludio, donde ya vimos por dónde iban a ir las cosas musicalmente, con una variedad de matices y juegos de dinámicas portentosos; en el Claro de Luna del primer acto, donde los violonchelos sonaron celestialmente; o en el interludio entre tercer y cuarto acto, de una intensidad emocional enorme.

El equilibrio orquestal, la variedad dinámica y la fuerza expresiva fueron constantes toda la velada, con una cuerda grave en estado de gracia, como en la introducción al Pourquoi me réveiller, con destacadas intervenciones también en diferentes momentos de saxo, violín y metales. Nánási nos ofreció una cuidadísima labor de dirección, cuidando bastante las voces, aunque hubiese puntuales arrebatos de volumen orquestal, pero sucedió en instantes en los que lo que se requería era precisamente eso, arrebato emocional. También estuvo atentísimo al escenario dando las entradas a los cantantes con gesto claro y preciso.

Este hombre ha venido ya tres veces a Les Arts y siempre me ha entusiasmado; además, chúpate esa, tocando tres palos tan diferentes como son Bartok, Verdi y Massenet. Por mí, desde luego puede seguir viniendo todos los años varias veces. El otro día en la rueda de prensa de presentación de estas funciones, bromeaban Livermore y Nánási sobre lo bien que se siente éste cada vez que viene a dirigir, por el buen clima de València en comparación con el frío berlinés (dirige allí la Komische Oper) y afirmó confiar en que el Intendente le vuelva a llamar. Yo, si fuera Livermore (Dios no lo permita), intentaría llamarle para que se quede y hacerle titular de una orquesta que no parece sentirse especialmente cómoda con Biondi y Abbado, ni este último parece muy contento con Livermore. En fin, por pedir que no quede.

Hay quien me dice que soy un pelota con el Cor de la Generalitat y que siempre les pongo bien… Pues mira por donde hoy no voy a hablar bien del coro.

El papel protagonista de Werther se ha encomendado al francés Jean-François Borras, un tenor que alcanzó relevancia mediática en 2014 cuando hubo de sustituir en este mismo papel en el Metropolitan de Nueva York al inicialmente previsto Jonas Kaufmann, y que viene con valiosas referencias al haber cantado también en otros importantes teatros (Londres, Viena, Berlín). Yo, después de lo escuchado ayer, no acabo de entender qué es lo que le han visto de especial y le ha catapultado a la fama. No diré que tuvo una mala actuación porque faltaría a la verdad, pero no encontré nada tan relevante como para decir que nos encontramos ante una estrella, ni mucho menos.

Es un tenor lírico bastante ligero, con una vocecita de agradable timbre y acusado, y en ocasiones molesto, vibratillo, a la que, para mi gusto, le falta bastante enjundia y cuerpo. Ofrece un Werther joven, muy ajustado por frescura vocal, delicado y evanescente; pero tan delicadito lo quiere hacer todo, con medias vocecitas y falsetes, que muchas veces cualquier atisbo dramático se evapora, deviniendo, más que en un héroe romántico, en un cervatillo tembloroso. Muestra potencia y seguridad en el agudo, donde es la única zona en la que adquiere prestancia y potencia vocal. Su fraseo tampoco es lo refinado que sería deseable y la escasez de consistencia vocal la pretende suplir en los pasajes más dramáticos con algunos arranques que rozan lo verista. Su primer acto me resultó de una insulsez casi vegetal. Mejoró bastante en el segundo, y en el tercero quizás ofreciese sus mejores prestaciones, cuidando bastante su esperado momento en el aria, la cual resolvió con elegancia y solvencia. En el cuarto tuvo un pequeño accidente perdiendo la afinación y rozando el kikirikí. Escénicamente Borras tampoco me convence y, entre la desidia regista de Grinda y que el tipo tampoco es precisamente Marlon Brando, me resultó demasiado estático y poco natural. Mención especial merece su alargada agonía, durante la cual igual estaba tirado en el suelo exánime, como se levantaba raudo cual rayo y se ponía a cantar como un machote. En cualquier caso, pese a la subjetiva opinión de quien esto suscribe, Borras fue el gran triunfador de la noche y obtuvo el reconocimiento unánime del público.

Siempre he sentido una especial predilección por la mezzosoprano italiana Anna Caterina Antonacci; su Carmen junto a Kaufmann en Londres, o su Cassandre de Les Troyens del Châtelet parisino, entre otros muchos ejemplos, me parecen papeles referenciales. A sus 56 años sigue desprendiendo un carisma y una belleza inigualables, pero quizás esta interpretación de Charlotte le haya pillado ya en un momento algo tardío de su carrera, no porque haya disminuido su capacidad dramática y expresiva, pero sí porque la juventud del personaje queda completamente desdibujada ante un instrumento que ayer, y siento decirlo, parecía acabado. La voz de Antonacci ha perdido homogeneidad y presenta colores distintos a lo largo de un registro en el que, en sus zonas más extremas del agudo y grave, las notas tienden a abrirse y muestran un apreciable vibrato. El agudo roza el tambaleo y el grave no existe, convirtiéndose la mayor parte de las veces en un parlato. El centro sigue siendo bello, pero ha perdido consistencia, por lo que la emisión a veces deviene inaudible. Dicho todo esto, que no es poco, a mí su expresividad dramática y vocal me continúa cautivando y logró hacerme sentir a flor de piel la lucha interna de Charlotte entre su amor por Werther y su compromiso con Albert y con los convencionalismos sociales; especialmente en el que, para mí, es uno de los momentos más bellos y emocionantes de la ópera francesa, el aria del tercer acto Laisse couler mes larmes, donde, acompañada por el saxo y una orquesta inspiradísima, logró conmoverme.

Creo que Les Arts se ha equivocado de lleno encomendando el personaje de Albert al alumno del Centre de Perfeccionament Michael Borth. Me parece bien que los papeles menores de las óperas se ofrezcan al Centre, pero Albert, pese a que su presencia en escena es limitada, tiene una importancia en la obra que merecía algo mucho mejor, especialmente cuando el encargado de asumir el rol es alguien tan carente de estilo, de medios tan limitados y que transmite la emoción de un sándwich de pepino, como fue el caso de Borth. A mi juicio, fue un Albert absolutamente impresentable que convirtió al personaje en alguien irrelevante y que vocalmente llegó incluso a gallear en un par de ocasiones, con una emisión inconsistente y sin ninguna autoridad vocal. Realmente entre lo blandito de este Werther y el mequetrefe de Albert, la que tenía que haberse suicidado era Charlotte.

En el apartado vocal, posiblemente lo que más me convenció de la noche fuera la soprano Helena Orcoyen que hacía frente al repelente papel de Sophie y que tuvo una excelente actuación. Extraordinariamente adecuada al personaje, su voz ligerísima, de jilguerillo, limpia y cristalina, con la que esbozó un dulce fraseo, convirtió sus intervenciones en un soplo de aire fresco.

Si repelente es el personaje de Sophie no digamos los de Schmidt y Johann… La verdad es que en Werther, aparte de los dos protagonistas, el resto de papeles siempre me han parecido bastante odiosos y si hubiese metido la tijera Massenet creo que nos habría hecho un favor. Los miembros del Centre de Perfeccionament Moisés Marín y Jorge Álvarez fueron los encargados de encarnar a este par de vejestorios, pero, entre la primitiva caracterización escénica y sus exageraciones en los movimientos para hacernos creer que eran ancianos, la cosa acabó siendo grotesca. Vocalmente no obstante cumplieron de forma aceptable.

Otro bonico personaje es Le Bailli, ese carcamal, padre de Charlotte, que ha tenido ocho hijos y cuya esposa está fallecida, intuyo que suicidada ante la perspectiva de seguir siendo la coneja del señorito. El omnipresente miembro del Centre Alejandro López fue quien asumió el rol. Me convenció más que otras veces, supongo que porque su voz ajada y su habitual limitación para el movimiento escénico, en esta ocasión le iban bien al personaje. Además su entrega dramática fue algo mayor. Si hace poco dije que su faceta de actor no era mucho mejor que la de un sobao pasiego, creo que ha llegado el momento de ascenderle a Tigretón.

Estupendos vocalmente, aunque con algún despiste escénico, supongo que por fallos de dirección, estuvieron los niños de la Escolanía de la Mare de Déu dels Desamparats y las chicas de la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet.

La sala principal del Palau de les Arts presentó una buena entrada, aunque hubo notablemente más huecos que en los anteriores estrenos de la temporada. No sé muy bien qué es lo que ha ocurrido para que esta conocida ópera sea una de las que menos respuesta del público ha recibido hasta el momento. Los asistentes estuvieron bastante fríos, aunque interrumpieron con aplausos la representación al finalizar el aria de Charlotte Laisse couler mes larmes. Hubo ovaciones para todos al concluir la función, especialmente para el tenor Borras y la orquesta, pero no se prolongaron en exceso. De hecho los saludos se extendieron más allá de los aplausos.

Pues, como siempre, os animo desde aquí a acudir a ver este Werther y a forjaros vuestra propia opinión. Aunque sólo fuese por la belleza de las melodías compuestas por Massenet y por las excelentes prestaciones que Henrik Nánási extrae de nuestra orquesta, ya valdría la pena.

Como decía al comienzo, seguiremos aguardando a que el señor Livermore se decida a hacer público el contenido de la próxima temporada operística en València. Yo estoy deseando ya que lo haga para arremeter ante la ausencia que nos espera, una vez más, de Wagner, Strauss o Janáček y la saturación de repertorio italiano ya visto.