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miércoles, 8 de diciembre de 2010

"DIE WALKÜRE" ABRE LA TEMPORADA EN LA SCALA


Ayer 7 de diciembre, día de San Ambrosio, fiel a su cita anual, el Teatro alla Scala de Milán abrió su temporada operística. En esta ocasión lo hizo por todo lo alto con una propuesta musical de envergadura como es “Die Walküre” (La Valquiria) de Richard Wagner, Primera Jornada de la tetralogía “El Anillo del Nibelungo” que, junto al “Das Rheingold” estrenado el pasado mes de mayo, y “Siegfried” y “Götterdämmerung” previstos para los próximos años, se pretende llegar a 2013, cuando se cumple el 200 aniversario del nacimiento de Richard Wagner, año en el que se quiere representar el ciclo completo, con esta coproducción entre el recinto milanés y la Staatsoper Unter den Linden berlinesa, que cuenta con la dirección musical de Daniel Barenboim y la puesta en escena del belga Guy Cassiers.

De nuevo, los humildes mortales que no podemos (ni queremos) pagar 2.400 inmorales euros por una incómoda butaca milanesa, pudimos asistir a la representación a través de la retransmisión en directo a cines de todo el mundo. Eso sí, con olor a palomitas y sonido de sorbetones de refrescos de cola… Peaje inevitable.

Conocedor de esa repercusión mundial del evento, Daniel Barenboim aprovechó la ocasión para sorprender a los ilustres asistentes al coger un micrófono y dirigirse a ellos agradeciendo su condición de Maestro Scaligero y, desde esa condición y en nombre de todas las personas que trabajan en los teatros de Italia, manifestar la preocupación por el futuro de la cultura en ese país y en Europa, y finalizó leyendo el artículo 9 de la Constitución italiana:


video de oneginrol

Sé que algunos criticarán que ese alegato a favor de la cultura se produzca en una función en la que el precio de un asiento es el doble del sueldo mensual de un trabajador, pero a mí me pareció un gesto digno de aplauso que honra al maestro Barenboim.

Pero bueno, yendo a la crónica de la función, he de comenzar diciendo que, a pesar de los reparos que se pueden hacer y haré, en general disfruté muchísimo con esta “Die Walküre”, gracias a Barenboim y a un reparto femenino antológico.

La dirección escénica de Guy Cassiers, continúa sin ser nada del otro mundo, pero me gustó más que la del “Das Rheingold” que vimos en mayo. Critiqué especialmente en aquel momento la permanente presencia de mimos y bailarines epilépticos, medio en bolas, alrededor de los cantantes, que entorpecían el seguimiento de la acción sin aportar nada. Esta vez, ese cuerpo de espontáneos molestos ha desaparecido completamente, lo cual ya es muy de agradecer.

En el aspecto negativo seguiría consignando la oscuridad excesiva del escenario que, aunque en los cines queda mitigada por los primeros planos, me temo que en el teatro, después de pagar los famosos 2.400 euros, tendrías que recurrir a la ONCE para que te fuesen contando lo que pasaba en escena.

La escenografía fue muy simple. El primer acto la casa de Hunding estaba representada por un cubo con paneles corredizos, lográndose un gran impacto visual con el juego de luces y sombras. La entrada de la primavera, por el contrario, me pareció paupérrimamente resuelta.
En el segundo acto la cosa no mejoró. Unas horribles estatuas de caballos y una bola giratoria en medio de una lúgubre oscuridad fue todo el sustento de las dos primeras escenas. Más me gustó la resolución del bosque creado con unas láminas en las que unas proyecciones creaban unos efectos interesantes.
En el tercer acto, la oscuridad fue a más y la escenografía a menos, unas cajas apiladas y unas barritas rojas colgantes constituyeron toda la propuesta en este acto final donde las proyecciones visuales cobraron mayor protagonismo, especialmente en la cabalgata y la llegada de Wotan.

Y es que probablemente haya un excesivo énfasis en la faceta visual de la propuesta de Cassiers, dejando en un segundo plano el concepto de dramaturgia. La dirección de actores fue muy pobre e, igual que ocurría con el Anillo de La Fura, estuvo más centrada en fortalecer ese impacto visual que en construir un ensamblaje dramático que sea el auténtico sostén de una propuesta en la que los elementos psicológicos y las relaciones entre los distintos personajes cobren auténtico sentido y sean los que diseñen su personal adaptación del drama wagneriano.

El vestuario me pareció espantoso y risible, con esas Valquirias envueltas en absurdas e incómodas gasas y tafetanes y sobre todo con un ridículo Wotan-Camarón de la Isla que era imposible que con esas pintas se hiciese respetar.

En definitiva, y a pesar de todo, la dirección artística no me molestó (a diferencia de en “Das Rheingold”), aunque no me pareció que aportara nada de nada. Pero en cualquier caso, era lo menos importante de la noche.

La dirección musical de Daniel Barenboim fue lo que empezó a ser verdaderamente crucial. De nuevo el bonaerense volvió a dejarnos boquiabiertos con su extraordinaria sabiduría musical. Desgranó con mano maestra el rico colorido orquestal de la partitura wagneriana, en una versión sin alardes exhibicionistas, muy lírica, llena de sentido y ajustada a las características del cuerpo vocal que tenía sobre el escenario. Los aspectos más líricos fueron resaltados con una inteligencia enorme, sin caer en lo empalagoso ni romper la tensión dramática, proporcionando el acento preciso en cada momento para crear las atmósferas requeridas. La poesía y belleza que consiguió extraer Barenboim de la Orquesta, ayer muy voluntariosa con unas maderas excelentes, fue magistral.

El reparto vocal elegido para abrir la temporada milanesa era de auténtico lujo, aunque hubo que lamentar la ya previamente anunciada cancelación de René Pape. Tenía un gran interés por haber escuchado el Wotan de René Pape en esta “Die Walküre”. Ya dije en mayo, cuando comenté “El Oro del Rin” de esta producción, que Pape me había gustado, pero no me había llegado a impresionar tanto como me esperaba y que para calibrar su Wotan habría que escucharle en esta Primera Jornada. Pero al final no pudo ser, Pape canceló y en su lugar asumió el rol el joven ucraniano Vitalij Kowaljow.

Kowaljow, que ya debutó el papel en la Ópera de Los Ángeles, tenía aquí una excepcional oportunidad para lanzar su carrera, con miles de espectadores pendientes de esta inauguración de la temporada scaligera. Al presunto bajo ucraniano no se le puede reprochar que no lo intentara, pero resultó evidente que no estuvo al nivel del acontecimiento, desluciendo bastante en comparación con sus acompañantes femeninas. Tiene una voz rica, profunda, de timbre cálido, pero con una fea tendencia a la nasalidad. Su dicción fue horrible y se afeaba más con el énfasis que ponía en las erres, posiblemente para ayudar la emisión. Su fraseo resultó monótono y plano. En los graves pasó enormes apuros para hacerse oír, los agudos se estrechaban cada vez más, le costaba matizar y llegó al final agotadísimo. Ciertamente no se le puede negar su entrega, y cumplió dignamente para esta misión sobrevenida, con un buen comportamiento escénico pese a su hieratismo gestual y el look Príncipe Gitano que le endosaron, pero su Wotan está a años-luz del que pienso que podría haber ofrecido Pape.

Para compensar, Nina Stemme fue una Brünnhilde excelsa. Pese a que soy rendido admirador de esta cantante, no esperaba que su interpretación me convenciera y emocionara tanto. Pensé que el papel podría venirle grande, pero la grande fue ella, convirtiéndose desde ya mismo en una Brünnhilde referencial. La homogeneidad de su voz es absoluta y desplegó un fraseo bellísimo con el que supo transmitir a la perfección el crecimiento psicológico del personaje. En el escenario desborda intensidad, siendo capaz de combinar con credibilidad los momentos de dramatismo más desgarrado con el lirismo más sublime. Su tercer acto fue grandioso y el momento de la noche para mí fue su frase “ihm innig vertraut”, en ese tercer acto, donde cogiendo la nota en pianísimo la sostuvo hasta lo imposible, mientras incrementaba poco a poco la intensidad de la emisión al tiempo que hacía lo propio toda la orquesta. Instante glorioso que, junto al abrazo con el padre, valen por toda la función. Es complicado decir de alguien que estuvo perfecto, pero yo me atrevería a decir que lo estuvo.

Y Waltraud Meier no se quedó atrás, componiendo una Sieglinde magistral, llena de emoción, con un dominio absoluto del plano actoral, demostrando que continúa siendo una cantante-intérprete de las que ya quedan pocas, con extrema sensibilidad y expresividad. Su escena de las alucinaciones del segundo acto quedará para el recuerdo. En lo vocal, su centro permanece bellísimo, cálido y envolvente, y sus agudos, con su característico trémolo, estuvieron muy lejos de ser chillados, dejando un tema de la “redención por el amor” que erizó el vello de toda la Lombardía. La encarnación del personaje que hace la alemana es irreprochable y su voz conserva una frescura y fuerza admirables. Bravísima.

La mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova, como Fricka, fue la sorpresa de la noche. Mostró una bellísima voz oscura y homogénea que manejó con muchísimo gusto y su fraseo fue perfecto. La única pega, no achacable a ella, es su juventud que hacía que pareciese la hija de Wotan y Brünnhilde.

Simon O’Neill fue el encargado de dar vida a Siegmund. El cantante neozelandés tiene una voz en exceso lírica para este papel que, hoy por hoy, le queda grande, mostrándose incómodo en la zona grave, donde tendía a engolar. Pero es que además ayer debía tener un mal día (de hecho hace menos de una semana se anunció que estaba enfermo) y, aunque algunos agudos fueron buenos y su control del fiato le permitió lucir unos “Walse!” largos, su voz presentó una nasalidad exagerada, mostró incapacidad total para el matiz y en un par de ocasiones galleó de forma descarada, estando todo el segundo acto al límite mismo de romper la voz, a lo Heppner, sufriendo muchísimo y haciéndonos sufrir a todos en cada intervención. Una lástima, porque los dúos con Sieglinde y con Brünnhilde, con otro tenor más apropiado, podrían haber sido históricos.

El veterano Sir John Tomlinson, a quien hemos podido escuchar en numerosos papeles wagnerianos, entre ellos el de Wotan, se encargó en esta ocasión del papel de Hunding. Su voz está seriamente desgastada y su fiato es mínimo, pero su experiencia dramática le permitió dotar al personaje de cierta autoridad.

Las ocho Valquirias estuvieron correctas, comportándose mejor en conjunto que individualmente.

La realización de la retransmisión volvió a disgustarme profundamente, continuando con una enfermiza obsesión por el primer plano y un absoluto desconocimiento de dónde se desarrollaba la acción. Y el sonido también fue muy defectuoso con muchos ruidos y descompensaciones. Pero bueno, ya que nos ahorramos 2.400 euros, no nos quejaremos demasiado.

Al finalizar, el público scaligero se mostró mucho más benévolo que en otras ocasiones y apenas escuché un par de conatos de abucheo: a la dirección artística (muy minoritario) y al saludar Barenboim al comienzo del tercer acto (incomprensible). Discretos aplausos para los varones y fuertes ovaciones para las protagonistas femeninas, con aluvión de bravos para Daniel Barenboim y la Orquesta.

Ya se ha anunciado que para el San Ambrosio de 2011 nos esperará “Don Giovanni”. Para entonces aún queda mucho, de momento seguiremos paladeando el recuerdo de la excepcional Nina Stemme, otra escandinava más a unir al Valhalla de las Brünnhilde de referencia.

domingo, 5 de septiembre de 2010

FESTIVAL DE SALZBURGO 2010 (I). "ELEKTRA" (12/08/10)

Iréne Theorin y Eva-Maria Westbroek - "Elektra" - Festival de Salzburgo 2010

Tras una ausencia del blog más larga de lo previsto, fruto de unos días de descanso sin acceso a ese diablo llamado internet, vuelvo por aquí para, tal y como prometí, contar algunas cosas de las dos óperas que pude ver en el marco del Festival de Salzburgo de este verano. Y como llevo tantos días sin escribir me temo que me desquitaré un poco…

Era la primera vez que asistía yo a este Festival, absolutamente mítico, que durante tantos años había seguido por las retransmisiones en radio o televisión, pero que en esta ocasión me propuse descubrir por mí mismo. Una “Elektra” con Westbroek, Meier y Pape, y un “Romeo y Julieta” con Netrebko y Beczala, eran una buena excusa para planificar la escapada. Y al final lo conseguí.

Pasear por Salzburgo durante los días en los que se desarrolla el Festival es un espectáculo realmente curioso. En las calles principales de la bellísima ciudad austriaca, a cualquier hora del día, se entremezclan las habituales legiones de turistas con bermudas, camiseta Águila Amstel y riñonera de vestir, con acicaladas señoras en traje de noche y canosos varones con esmoquin que se dirigen a alguno de los innumerables espectáculos teatrales y musicales que se llevan a cabo durante todo el día. En un café te puedes encontrar con Diana Damrau charlando con unos amigos, y ver pasar a Patricia Petibon dirigiéndose en bicicleta al teatro, mientras en la tienda de música de la esquina Piotr Beczala firma su último disco.

La llegada al Grosses Festpielhaus tampoco tiene desperdicio. Un singular pase de modelos tiene lugar en la puerta de entrada. Elegantes los más, extravagantes otros cuantos. Muchos lugareños acuden vistiendo el traje regional típico de gala. La acumulación de silicona y rayos UVA por metro cuadrado es de record Guiness, y la media de edad de los asistentes es muy alta, tanto que para calcularla exactamente en algún caso habría que recurrir al Carbono 14. Mientras, en la acera de enfrente los turistas divertidos fotografían a los que acudimos a la representación y uno se siente por breves momentos como si estuviera en la alfombra roja… o en el zoo.

El Festival de Salzburgo celebraba en esta edición su 90 cumpleaños y el plato fuerte de la misma era la representación de la ópera “Elektra”, compuesta por Richard Strauss con libreto de Hugo von Hofmannsthal, precisamente dos de los padres fundadores del Festival, a quienes ahora se ha querido rendir homenaje con esta nueva producción, realizada en colaboración con la English National Opera, que contaba con dirección escénica del alemán Nikolaus Lehnhoff, dirección musical de Daniele Gatti y un espectacular reparto "wagneriano" con Iréne Theorin (Elektra), Eva-Maria Westbroek (Chrysothemis), Waltraud Meier (Klytämnestra), René Pape (Orestes) y Robert Gambill (Egisto).

La ópera no se representaba en el Festival de Salzburgo desde 1996, cuando se contó con la dirección musical de Lorin Maazel y un reparto en el que destacaba Leonie Rysanek como Klytämnestra en dos funciones, en lo que supuso la despedida de la legendaria cantante austriaca de los escenarios.

La sala del Grosses Festpielhaus, con completa visibilidad en todas sus localidades, se encontraba completamente llena. Me llamó la atención que la incomodidad y dureza de los asientos es considerable, y parecía más propia de la cámara de torturas del castillo de Salzburgo, que había visitado esa mañana, que de su teatro de ópera.

Justo antes de comenzar la representación, salió a escena una mujer con un micrófono y pensé: “Ya está. Se han enterado que ha venido Atticus y alguien ha cancelado”. La buena señora informó en alemán e inglés, dando bastante suspense al tema por cierto, que Waltraud Meier sufría un ataque de lumbalgia que afectaba a su movilidad, pero… finalmente había decidido salir a escena. Fuertes aplausos, y en mi caso un suspiro de alivio al saber que iba a poder escuchar a todos los cantantes anunciados.

Se apagaron las luces, se hizo un silencio sepulcral que no se rompió ni con una tos hasta el final de la obra, y dio comienzo un espectáculo inolvidable.

Sobre la dirección artística de Lehnhoff no quiero extenderme demasiado, porque lo realmente importante fue lo musical. He de decir, no obstante, que me gustó su propuesta escénica, aunque se omitiese la danza final y hubiese algún detalle discutible.

La escenografía de Raimund Bauer, consistente en un simple patio gris rodeado por los muros inclinados del palacio-bunker con simples agujeros negros por ventanas, contribuye de forma capital a acrecentar la sensación de opresión y angustia que viven los personajes, recordándome inmediatamente las imágenes del film expresionista alemán “El Gabinete del Dr. Caligari”, y la encontré perfectamente adecuada tanto al libreto de Hofmannsthal como a la música de Strauss. Los colores gris y negro dominaban la escena, realzando aún más esa vertiente expresionista, como también lo hizo la aparición final de unos enormes y siniestros pájaros negros, simbolizando a las diosas Erinias castigadoras de los homicidas, que emergen del suelo cerniéndose sobre Orestes e impidiéndole escapar.

No me gustó sin embargo la imagen del garaje ensangrentado iluminado por neones en el que aparece Klytämnestra muerta, colgada de un gancho como un cordero. "Elektra" es una obra donde la muerte y la sangre son protagonistas, pero toda esa violencia se desarrolla fuera de escena y queda suficientemente expuesta con la fuerza de la música de Strauss y el libreto de Hofmannsthal, por lo que creo que esta pincelada gore de Lehnhoff es innecesaria.

Daniele Gatti, al frente de la excepcional Orquesta Filarmónica de Viena, ofreció una lectura cargada de fuerza en la que quizás lo único criticable fuera el exceso de volumen que en ocasiones fue inclemente con los cantantes, pero hay que recordar que “Elektra” es una obra que fue escrita para 111 instrumentos y ya desde su inicio comienza a un volumen importante con esas 4 notas que componen el “motivo de Agamenón” y el impactante redoble de timbal, que nos anticipan la violencia e intensidad dramática que nos esperan. El propio Strauss llegó a calificar su obra como una “ópera orquestal” y daba una importancia relativa a que las voces quedaran parcialmente tapadas, bromeando incluso sobre ello.

Es cierto que Gatti en algún momento pudo cometer algún exceso sonoro, pero la belleza de la partitura y la calidad y exquisita conjunción de los músicos (maravillosas trompas y trombones), compensaban el puntual desmadre decibélico. Pese a todo, el director italiano supo dotar del acento adecuado a todo el tejido sinfónico concebido por Strauss tanto en los momentos dramáticos (los más) como en los líricos, donde destacó por su emotiva intensidad el dúo de Elektra y Orestes. Y, en cualquier caso, es inenarrable el placer de escuchar una obra tan rica desde el punto de vista instrumental a una agrupación con la calidad de la Filarmónica de Viena que es capaz de resaltar con brillantez cada uno de los infinitos matices y colores de la partitura straussiana.

Iréne Theorin, con un maquillaje perfecto para un cumpleaños de zombies, cumplió con corrección en su debut en el difícil papel protagonista. Su entrega dramática fue irreprochable y hay que reconocerle el mérito de aguantar el esfuerzo que supone permanecer en escena durante toda la representación. Fue la más perjudicada por los volúmenes de la orquesta. Se movió con más comodidad en los pasajes dramáticos que en los más íntimos, aunque su registro agudo se veía algo forzado y tendía al chillido. En el tramo final se apreciaron algunos signos de fatiga, pero en general creo que su labor fue merecedora del aplauso que finalmente obtuvo.

Eva-Maria Westbroek volvió a dejarme absolutamente traspuesto, rendido y genuflexo. Escuchar a esta mujer en directo en estos papeles de enorme carga dramática es una experiencia inolvidable. Inolvidable para mí será su Sieglinde del año pasado en Valencia, como inolvidable será la Cassandre de “Les Troyens” de abril en Amsterdam, y sin duda también será imborrable el recuerdo de esta inmensa Chrysothemis, conmovedora y desgarrada, que conquistó sin reservas a la totalidad del público que abarrotaba el grandioso recinto del Grosses Festpielhaus, y que ella se encargó de llenar con su maravillosa voz, superando sin aparente dificultad el enorme bastión sonoro conformado por Gatti y la Filarmónica de Viena.

Una vez más, Westbroek hizo gala de su enorme talla escénica y vocal, logrando, con una admirable sensibilidad interpretativa, la perfecta representación de todos los sentimientos y estados de ánimo por los que se desenvuelve un personaje que no creo que admita más matices que los que la Westbroek le aporta. Desbordó la sala de emoción en cada una de sus intervenciones, especialmente en ese conmovedor “soy una mujer y quiero vivir el destino de una mujer. Es preferible morir a vivir sin vivir”, que exhaló con una intensidad difícil de superar.

Waltraud Meier, con un look a lo Norma Desmond, salió finalmente a escena pese a su anunciado lumbago y he de decir que en ningún momento se apreciaron limitaciones en su rendimiento escénico, salvo que Lehnhoff tuviese ideado que apareciese en escena entre volantines y piruetas, cosa que dudo. Su Klytämnestra fue excepcional en lo actoral y lo vocal, aunque, posiblemente debido en gran medida a instrucciones de la dirección artística, no acabó de dotar al personaje de la maldad que le es propia y tanto su aspecto como su voz parecían demasiado “jóvenes” para el rol. Eso sí, lució una impecable línea de canto y derrochó elegancia y exquisitez canora, quizás no muy acordes con Klytämnestra, pero que nos permitieron disfrutar una vez más del placer que supone escuchar en directo a esta gran dama de la ópera.

Fue todo un privilegio completar este elenco vocal con el magnífico René Pape como Orestes. Su autoridad escénica y vocal, con su potente y ancha voz, su bellísimo timbre y su perfecta dicción, hizo muy grande su breve pero trascendental papel. Imponente por voz y por presencia. Realmente era el hijo del rey.

Robert Gambill, en el aún más breve rol de Egisto, apenas tuvo oportunidad de destacar y cumplió con corrección, a pesar de ser otro de los grandes perjudicados por el volumen de la orquesta.

La respuesta del público al finalizar el espectáculo fue apoteósica, con frenéticas, apasionadas y muy largas ovaciones para todos los participantes, especialmente intensas para Westbroek y Pape, y tan sólo se escucharon algunos incomprensibles abucheos muy aislados en la segunda salida a saludar de Daniele Gatti, lo cual me pareció totalmente injustificado.

Yo tardé en levantarme del asiento. Estaba pegado a él por la emoción sentida (y, por qué no decirlo, por la incomodidad, que me había dejado bastante anquilosado). Fui de los últimos en salir de la sala, como queriendo aprehender, para llevarme conmigo, los últimos ecos de la maravillosa noche allí vivida.

A la salida, la lluvia y el frío nos aguardaban. Allí estaban los botones de los hoteles de lujo (vestidos de Sacarino, a la vieja usanza) con paraguas para sus huéspedes. También las furgonetas y limusinas de los establecimientos hosteleros esperaban a los más pudientes para trasladarles sin que se mojaran las sedas y tafetanes. Algunos se dirigieron al selecto restaurante Goldener Hirsch donde una onza de caviar beluga se paga a 160 euros, y otros habían reservado mesa en el cercano “Triangel” donde los menús llevan nombres este año como "Eva-Maria Westbroek", "Anna Netrebko" o "Patricia Petibon".

Yo abrí mi modesto paraguas “de los chinos” y eché a andar para cruzar el río y encontrar algún sitio cercano al hotel donde nos dieran algo de cenar a las 11 de la noche. Aunque lo cierto es que no había mucha hambre, sólo un cúmulo de emociones que se acrecentó aún más al girar la vista en el puente y vislumbrar la increíble panorámica de la ciudad vieja iluminada bajo la lluvia, mientras en mi cabeza aún resonaba la música de Strauss. Y entonces recordé las palabras que dirige Elektra a su hermano Orestes: “imagen soñada, sueño que se me ofrece, imagen soñada, más bella que todos los sueños”.

Y al día siguiente tenía una cita con Anna Netrebko (si no cancelaba)…

viernes, 11 de junio de 2010

WALTRAUD MEIER. KUNDRY EN VALENCIA


Las preclaras mentes que rigen la cultura en la ciudad de Valencia no han tenido mejor idea que permitir que el mismo día coincidiesen el estreno de “Salome”, de Richard Strauss, en el Palau de les Arts, inaugurando el Festival del Mediterrani; y el segundo acto de “Parsifal” de Richard Wagner, en versión concierto, en el Palau de la Música con el protagonismo de la mezzosoprano alemana Waltraud Meier.

Por si la crisis no hace ya bastante para recortar el número de espectadores de este tipo de eventos, los propios dirigentes de los dos recintos musicales de la ciudad, en lugar de colaborar procurando que ambos puedan nutrirse de un público que es bastante coincidente, se hacen la competencia contraprogramándose como vulgares emisiones de telebasura.

Ante semejante panorama, yo tuve clara mi opción y decidí acudir a escuchar a Waltraud Meier, en lo que, afortunadamente, se ha convertido ya en una tradición anual, gracias, parece ser, a la amistad que une a la cantante alemana con el actual director de la Orquesta de Valencia, Yaron Traub, y que nos permite que podamos disfrutar todos los años de la presencia en nuestra ciudad de esta leyenda viva del mundo de la ópera.

Esta representación del segundo acto de “Parsifal” contó con la participación, además de la Kundry de Meier, con el tenor neozelandés Simon O’Neill como Parsifal y Roman Trekel en el papel de Klingsor. Así como la Coral Catedralicia de Valencia.

A la llegada al Palau de la Música nos esperaba una desagradable sorpresa, cual fue que, al coger el programa de mano, pudimos ver que, sin previo aviso ni explicación alguna (vamos, lo que se conoce vulgarmente como “conducta a la Helga”), se había eliminado del programa la interpretación inicialmente prevista de “La Metamorfosis” de Richard Strauss. Sólo falta que, ademas de contraprogramarse, se copien lo peor de cada casa.

Yaron Traub dirigió a la Orquesta de Valencia con los mismos aspavientos y crípticos movimientos que de costumbre (yo a veces llego a dudar que los músicos sepan interpretar los gestos de este hombre). Pero para ser sinceros he de decir que la Orquesta sonó mejor que otras veces. Dejando de lado algunas pifias de los violines, las secciones funcionaron con corrección, con unos metales más entonados de lo habitual y una percusión sobresaliente.

La dirección de Traub cuidó con exquisitez el acompañamiento de las intervenciones de Meier, pero curiosamente trató de forma despiadada a O’Neill y Trekel, con unos volúmenes desaforados en la Orquesta, impropios de una representación en versión concierto, sin foso que amortiguara aquella vehemencia.

Lo peor de la noche fue la escena de las muchachas flor, posiblemente uno de los fragmentos más bellos y delicados de toda la obra, pero que, entre alguna solista que chillaba como poseída y entraba a destiempo, y la incapacidad de Traub para controlar aquello, acabo convertido casi en una riña de gatos.

La Coral Catedralicia, con un número quizás exagerado de componentes para la ocasión, cumplió correctamente y se escuchó un buen empaste, aunque también vio lastrada su intervención por la incapacidad directora de Traub.

El barítono Roman Trekel fue un Klingsor solvente, de bella voz, a la que quizás le faltaba un punto más de claridad y grave rotundidad, pero cantó con gusto y musicalidad.

Simon O’Neill sorprendió a casi todos con un Parsifal realmente espléndido. Dejando aparte la eterna discusión acerca de si es o no el heldentenor que estamos esperando, lo cierto es que el neozelandés exhibió una voz fresca, más lírica de lo que a lo mejor esperamos encontrarnos, pero de timbre bellísimo, con una buena técnica de emisión, aunque engolara frecuentemente en la zona más grave, e hizo derroche de un importante fiato. Su “Amfortas, die wunde!” fue realmente espectacular.

Waltraud Meier no representó a Kundry. Ella es Kundry. Sin partitura de apoyo para un papel que se conoce al dedillo, nada más comenzar la música inició su concentración y podía percibirse como iba pasando de ser Meier a ser Kundry. La expresividad mayúscula de esta mujer sobrecoge. Su interpretación es mucho más que eso, es una metamorfosis en la que siente y transmite los sentimientos de su personaje como pocos artistas lo consiguen.

Auténticamente inolvidable fue la belleza con la que emitió la primera frase que dirige Kundry a Parsifal, ese “Parsifal, weile!”, que trazó ayer con una delicadeza y lirismo inigualables. Como también fue bellísimo el relato que hace de la historia de la madre de Parsifal, y que pocas cantantes han interpretado como lo hace ella. Por si fuera poco, se marcó un “lachte” con un si natural impresionante que parecía que iba a quebrar la cúpula acristalada del recinto.

Más allá de la calidad estricta, medida con diferentes parámetros más o menos objetivos, lo que hace definitivamente grande un espectáculo musical es la emoción que logra crear en el público. Y en este sentido, ayer vivimos un espectáculo realmente grande, con inemensas dosis de emoción.

Como ejemplo baste señalar algo realmente inusual por estos lares, como fue que, al finalizar la orquesta el último compás y bajar el director la batuta, no sólo no apareció el paleto pronto-aplaudidor de turno no dejando ni acabar de escucharse la música, sino que durante casi una decena de segundos el público permaneció en un silencio que se podía cortar, acabando de paladear la grandeza de la música de Richard Wagner que se había escuchado, antes de prorrumpir en una estruendosa ovación que duró muchos minutos, en la que rugientes bravos premiaron a los participantes, con especial intensidad para la enorme Waltraud Meier. Un “momento Bayreuth” que hizo aun más inolvidable lo vivido anoche.

Al finalizar, como también se ha convertido en costumbre, Meier y O’Neill atendieron amablemente a quienes pasamos a saludarles y nos sorprendieron agradablemente al anunciarnos que el año que viene tienen previsto volver ambos en un programa dedicado a Mahler con “La canción de la tierra” y los “Rückert Lieder”. Una fantástica noticia, sin duda.

Mañana sábado se repite la representación de este segundo acto de “Parsifal” con los mismos protagonistas, y yo volveré. Vale la pena.

Esta misma semana Waltraud Meier declaraba a la prensa local: “Mi ideal es irme a la cama cada día con la conciencia de que he hecho mi trabajo tan bien como hoy me era posible hacerlo”.
Anoche, desde luego, estoy seguro de que la señora Meier se fue a la cama con la conciencia muy tranquila, y nosotros con el espíritu algo más elevado.

Os recomiendo leer aquí la estupenda crónica que, como de costumbre, ha hecho el amigo maac. Y aquí la no menos buena de FLV-M

lunes, 18 de mayo de 2009

WALTRAUD MEIER. Palau de la Música 15/05/09


La mezzosoprano wagneriana por excelencia, Waltraud Meier, acudió el viernes al Palau de la Música de Valencia en lo que, afortunadamente, se está convirtiendo ya en una habitual cita anual. En esta ocasión ofreció los Cuatro Últimos Lieder de Richard Strauss, acompañada por la Orquesta de Valencia dirigida por Yaron Traub.

Salió Meier al escenario, radiante, guapísima, imponiendo su presencia, y ya en los primeros compases de “Frühling” pudimos percatarnos de los rasgos que caracterizarían la actuación: extrema sensibilidad de la alemana, exquisitez absoluta en el canto y una expresividad vocal mayúscula. Lástima que esa sensibilidad se topase con el volumen a cascoporro impuesto a la Orquesta por Traub que dificultaba la escucha de la voz en la zona grave, especialmente en “Frühling” y “September”.

En “Beim Schlafengehen”, Meier optó por aumentar la potencia de emisión sin que el intimismo se resintiese lo más mínimo, consiguiendo trasladar una emoción sin límites al patio de butacas. Especialmente en el verso final “tief und tausendfach zu leben” pronunciado con una fuerza expresiva inmensa.

En “Im Abendrot”, con la sala plenamente rendida a su cálido y envolvente timbre, Meier volvió a hacer gala de toda su delicadeza en otra exhibición de canto magistral, finalizando con ese “tod” (muerte) en apenas un susurro, casi una exhalación del último aliento.

La tremenda y merecida ovación recibida por la alemana fue premiada con otro Lieder de Richard Strauss, “Morgen”, en un bis sensacional que posiblemente fuera lo mejor de la velada.

Aquí podemos escuchar "Morgen" interpretada por Elizabeth Schwarzkopf:


video de Lohengrin

La dirección de Yaron Traub de la Orquesta de Valencia se caracterizó por el ya comentado abuso injustificado de los volúmenes y, sin que se le pueda reprochar una mala ejecución de la partitura, ofreció una lectura plana de la misma y totalmente carente de emoción, lo que hablando de Lieder y de Richard Strauss es absolutamente imperdonable y supone el suspenso directo.

El concertino Sreten Krstic estuvo muy correcto en su solo de “Beim Schlafengehen”, brillando mucho más en “Morgen” donde logró extraer una mayor sensibilidad del instrumento.

Tras el descanso, la Orquesta de Valencia acometió la 9ª Sinfonía de Antón Bruckner haciendo gala, de nuevo, de una ejecución “a la Voulgaridou”, correcta pero carente de matices y de emoción, fácilmente olvidable.

Al finalizar el concierto nos encontramos con la sorpresa de que Waltraud Meier no se había marchado, sino que esperó durante toda la 9ª de Bruckner (lo que no es moco de pavo) para atender a los fans con una amabilidad y simpatía inusuales en una diva más que consagrada. Allí estuvo aguantando, foto tras foto y firma tras firma, que todos los admiradores le retrasásemos su merecido descanso, sin privarnos a ninguno de su sonrisa y de un comentario amable. Toda una señora, dentro y fuera de la escena.

Y ya estamos esperando su anunciada visita del próximo año, en este mismo recinto, con el segundo acto de “Parsifal”. Casi nada.

Podéis ver otros comentarios sobre el concierto en "el blog de Maac" y en "Ya nos queda un día menos".

Para finalizar no me resisto a escuchar a la Meier en uno de sus papeles de referencia, Isolda, en este caso en La Scala en 2007, bajo la dirección de Barenboim:


video de Onegin65