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jueves, 13 de septiembre de 2012

MI PRIMER BAYREUTH (2ª parte: La experiencia musical)


Relataba en el anterior post mi primera experiencia como asistente al Festival de Bayreuth. Allí me centraba en las impresiones acerca de todos los rituales que rodean el Festival y las visitas a la ciudad bávara, y ahora quisiera comentar algo sobre lo que realmente viví dentro de la sala del Festspielhaus en el apartado musical.

Mi primer día en Bayreuth tenía lugar la representación de “Tristan und Isolde”. Precisamente se trata de una de mis óperas favoritas y difícilmente podría haber encontrado un mejor modo de estrenarme en este Festival al que durante tanto tiempo había soñado con poder acudir. El momento en que se apagaron las luces por completo y comenzó a sonar el maravilloso Preludio, con esas notas iniciales que cambiaron la historia de la música, siempre permanecerá en mi memoria como uno de los instantes más emocionantes que he vivido en un teatro de ópera, hasta el punto de no poder evitar que se me saltaran las lágrimas.

Aunque lo que de verdad debía haber provocado mi llanto era la puesta en escena concebida por Christoph Marthaler, por su racanería mental, falta de sentido dramático y nula comprensión del drama wagneriano, dibujando una Isolde entontecida en el segundo acto y un Kurwenal patético, con falda escocesa y andares de haberse defecado encima. Y todo ello sin aportar absolutamente nada con un mínimo de interés.

Pero no quiero hablar aquí hoy de esa absurda mamarrachada, sino centrarme en lo puramente musical, donde, sin ninguna duda, lo primero que debo destacar es el impacto que me produjo la acústica de la sala.

Ya había oído hablar mucho de ella y estaba preparado para disfrutar de un magnífico sonido, pero hasta que no estás allí no acabas de ser consciente de su excelencia. La concha acústica cubre el foso casi en su totalidad y, por la perspectiva de la sala, desde los asientos del Festspielhaus no se ve absolutamente nada de la orquesta. Parece que no haya foso. Esto me trajo a la memoria algo que contaba la insigne soprano sueca Birgit Nilsson, como fue su desconcierto la primera vez que pisó el escenario de Bayreuth al mirar al director, Eugen Jochum, y verle descamisado y con pantalones sport, hasta que recordó que desde el público no se le podía ver. Incluso parece que alguno como Thomas Schippers llegó a dirigir con camiseta y pantalón corto.

Esa posición de la orquesta y el sentido musical con el que se diseñó la sala y se eligieron los materiales, proporciona un sonido peculiar y único, enormemente aterciopelado, que surge del fondo mismo del teatro y se extiende y corre con un equilibrio extraordinario, donde todos los instrumentos tienen presencia, con una cuerda transparente y la percusión y los metales sonando más matizados. En relación con otros recintos operísticos aquí posiblemente se pierda brillantez, pero se compensa con el enorme equilibrio orquestal. Igualmente, el balance con las voces es perfecto y hasta las notas en pianísimo emitidas por los cantantes desde el fondo del escenario son perfectamente audibles, salvo que se trate de una voz minúscula. Incluso los peores agitabatutas que tengan la suerte de dirigir en este teatro tienen complicado destrozar el equilibrio orquestal y vocal, aunque tendrán que mostrar su valía en el juego de las dinámicas y el adecuado mantenimiento y evolución de la tensión.

El director musical de este “Tristán e Isolda” era Peter Schneider. Cuando el pasado mes de julio escuché la retransmisión por la radio de la primera de las funciones, su versión me resultó desangelada, plana y rozando el aburrimiento. Escuchada en directo, mis sensaciones fueron distintas. Mis sensaciones, no la realidad que seguía mostrándonos una batuta rutinaria y aséptica, pero posiblemente la sensacional ejecución de la orquesta, con unos metales soberbios, la acústica mágica de la sala, la inspiradísima partitura de Wagner y la emoción del momento, alejaron cualquier posibilidad de aburrimiento o frustración. Aunque, desde luego, tengo muy claro que con otro director en el foso mi experiencia hubiese sido mucho mejor, como comprobaría sobradamente al día siguiente.


En el apartado vocal tengo que destacar muy por encima del resto a la Isolde de una inconmensurable Irene Theorin, pese a que esta cantante no haya sido nunca santo de mi devoción. Su timbre me resulta ingrato, especialmente en la zona más aguda, y su tendencia al chillido ha llegado a enervarme en no pocas escuchas discográficas y radiofónicas. No obstante, la soprano sueca constituye uno de esos casos en los que una voz gana muchísimos enteros en directo, como ya pude comprobar hace un par de años en su “Elektra” del Festival de Salzburg. Pero es que, además, su Isolde es un ejemplo de expresividad, canto matizado, lleno de intención, fuerza, desgarro y arrebatado lirismo. Su timbre sigue sin enamorarme, pero su ejecución fue ejemplar, especialmente en un primer acto excelso. Su segundo acto fue incandescente poesía hecha canto, pese a las majaderías concebidas por el regista, y el liebestod final desbordó por completo el tarro de las emociones, cerrando su intervención con un pianísimo espectacular. He visto a Theorin en fragmentos de la grabación en Dvd de esta producción y me parece a años luz de lo que ofreció aquella noche en el Festspielhaus de Bayreuth.

Con Robert Dean Smith me pasó casi lo contrario. Este tenor es un todoterreno que, como otros muchos, ante la alarmante escasez de voces wagnerianas, lleva unos años inflándose a cantar papeles de tenor heroico sin serlo. Y, desde mi humilde punto de vista, de forma más que digna. Su Tristán, escuchado por la radio o en Dvd, me pareció muy meritorio, bien cantado y con un tercer acto pletórico. En directo, sin embargo, su voz me pareció mucho más irrelevante, con poco cuerpo y problemas de proyección, quedando deslucida su intervención en los preciosos dúos del acto segundo. No obstante, cumplió con creces y firmó un último acto espléndido al que llegó aparentemente fresco.

Extraordinario estuvo también el imponente Rey Marke que compuso el coreano Kwangchul Youn, con un fraseo sentido y emocionante; y muy bien la Brangäne de Michelle Breedt. Mención aparte, en lo negativo, merecen el insustancial Melot de Ralf Lukas y sobre todo el deficiente Kurwenal de Jukka Rasilainen, quien sin embargo fue incomprensiblemente aplaudidísimo en los saludos finales.

Posiblemente la mayor decepción que me traje de mi visita a Bayreuth fue comprobar cómo, también en este templo wagneriano, hubo un cenutrio que arrancó a aplaudir y soltó un desafinado y destemplado “bravo” cuando la última nota aún no se había apagado. No fueron pocos los que le chistaron y elevaron voces de desagrado, pero el caso es que rompió completamente la magia del momento.

Poco a poco el aluvión de aplausos fue in crescendo, tornándose en tormenta de bravos acompañados de los clásicos pateos rítmicos del suelo de madera de la sala, especialmente tras la salida de Irene Theorin, a quien yo también braveé ruidosa y repetidamente, como un auténtico hoolligan.

Al encenderse las luces, mi compañero de butaca, un elegante teutón de avanzada edad y gruesa nariz colorada, me miró sonriendo y me soltó una larga parrafada en perfecto alemán de la que no entendí ni una palabra. No sé si me decía: “que bien ha cantado la jodía”, “me gustas más que las salchichas con chucrut, cuerpazo” o “déjeme salir ya, por Wotan, que tengo la próstata regulera y me meo por la pata”. El caso es que yo también sonreí y cerré la conversación con un tajante y seguro: “Ja”. Sólo el espíritu de Wagner sabrá a qué demonios le dije que sí.



El segundo día tocaba “Tannhäuser”. Poco después de tener en mi poder las entradas tuve una alegría extra al conocer que el director musical sería mi admirado Christian Thielemann. Y escuchando a Thielemann me percaté de que aquella orquesta que el día anterior me había sonado a gloria, aún podía sonar mejor, muchísimo mejor.

Si emocionante fue el inicio de “Tristán e Isolda”, la Obertura de “Tannhäuser”, con la grandiosa Orquesta de Bayreuth a las órdenes de Thielemann, fue una obra maestra de inspiración musical y técnica de batuta, con una utilización portentosa de las dinámicas y los tempi y unos pianísimos en cuerda y metales casi imposibles. Pura emoción. Fue como si me hubiesen conectado una corriente eléctrica en la espalda y no la desenchufasen hasta su finalización, momento en el que pude percibir un débil rumor, una especie de generalizado suspiro de satisfacción, en un público que estaba controlando su reacción natural de ovacionar una ejecución portentosa. Y eso sólo era el inicio de una noche en la que Thielemann exhibió un dominio absoluto de la partitura, logrando mantener una tensión constante, haciendo brillar pequeños detalles que parecían haber estado ocultos entre las notas hasta que él los hubiera descubierto y donde los sonidos que surgían del foso maravillaron por su precisión, inteligencia musical e intensidad dramática, con una orquesta en estado de gracia.

Si la Orquesta de Bayreuth es el referente operístico wagneriano, otro tanto puede decirse del Coro de la casa. En “Tristán e Isolda” apenas tenía ocasión de lucimiento y por eso no he hecho mención antes de su excelente, aunque muy breve rendimiento, pero en “Tannhauser”, donde tiene un protagonismo muy relevante, demostró una potencia, equilibrio y homogeneidad sin parangón y dejó claro por qué es considerado el mejor coro wagneriano del mundo.

Para un enamorado de la música de Wagner, escuchar a esa orquesta y ese coro dirigidos por el genio de Thielemann en ese recinto con su peculiar acústica, es una experiencia que llega a rozar lo místico.

En cuanto a las voces solistas, la verdad es que el nivel general fue también estupendo. Yo destacaría a un magnífico Torsten Kerl. Este es otro cantante que sin ser un tenor heroico se ha convertido en un habitual de estos papeles y que solventa la papeleta de maravilla. Sólo en las frases finales del segundo acto rozó fugazmente el gallo y a punto estuvo de quebrarse, pero aguantó y completó una actuación de gran nivel tanto vocal como dramáticamente. Me gustó muchísimo y puede que esté destinado a ser el Tannhäuser de los próximos años.

Camilla Nylund fue una Elisabeth muy correcta y con poderío escénico, aunque su voz posiblemente sea demasiado lírica para un papel que no creo que sea el que mejor se adapta a sus características. También Michelle Breedt, la Brangäne del día anterior, cumplió sobradamente como Venus, con fuerza y presencia vocal, aunque en la vertiente más sensual del personaje presentase más limitaciones.

Günther Groissböck, a quien tuvimos ocasión de ver en Les Arts como el Gremin del “Eugene Onegin” de hace un par de temporadas, fue un estupendo Hermann y, pese a su juventud (más que el tío de Elisabeth parecía su hermano pequeño) luce una voz de auténtico bajo, contundente, con potencia, siendo, con justicia, uno de los más aplaudidos de la noche.

Sólo deslució el panorama vocal el flojo Wolfram de Michael Nagy, muy voluntarioso pero sin graves ni expresividad, en definitiva sin entidad para este papel y menos aún en este teatro y con las voces y músicos que le acompañaban.

De la puesta en escena de Sebastian Baumgarten voy a comentar muy poco. Dice el sabio que si catas un melón y está podrido, lo mejor que puedes hacer es tirarlo a la basura y no seguir comiendo. Y este sería el único destino razonable de semejante inmundicia escénica, porque lo de Baumgarten es de una podredumbre que tira de espaldas. El “Tristán e Isolda” de Marthaler era malo por absurdo y carente de ideas, pero esta defecación mental de Baumgarten es una provocación y un insulto al mundo de la ópera. El tipejo este suelta su discurso ridiculizando los personajes del drama y lo mismo le daba que la historia de base fuese “Tannhäuser” o un capítulo de “La Familia Telerín”. Las contradicciones con el texto son permanentes y las presuntas lecturas subyacentes las entenderá él después de chutarse. Las imbecilidades se suceden en escena sin descanso, como una Venus embarazada asistiendo al concurso de canto, unos espermatozoides gigantes bailarines o el coro de peregrinos, mientras suena la majestuosa música de Wagner, plagado de sujetos en calzones como autómatas limpiadores, momento éste en que opté por cerrar los ojos y concentrarme en lo que oía. Era algo tan surrealista como ver Benny Hill con el Adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler como fondo musical.

Al finalizar la representación asistí a una de las más grandes ovaciones en las que yo he estado presente en un teatro. Casi 30 minutos de aplausos (obviamente no salió a saludar ningún responsable escénico), y cada vez que aparecía Thielemann la sala se venía abajo. Yo acabé ronco y con agujetas en los brazos. Está claro que Bayreuth adora a Thielemann, con toda justicia, y el director berlinés honra ese escenario y engrandece el recinto concebido por Richard Wagner.


video de Sugerius

Pues hasta aquí el relato de mi peregrinación a Bayreuth. Una experiencia inolvidable. Ahora toca volver a la realidad. A esperar, cruzando los dedos, que podamos consolidar en Valencia una temporada de ópera estable y en condiciones, pese a la crisis.

De momento, al menos Les Arts ha anunciado ya oficialmente en su página web la programación de la temporada, que podéis consultar pinchando aquí. Falta todavía muchísima información y además, si siguen fieles a su línea tradicional de actuación, cualquier parecido que tenga lo que finalmente se represente con lo anunciado, será pura coincidencia.
 
Pero, ante todo, elevaremos nuestras plegarias y pelearemos con todos los medios a nuestro alcance para intentar que nuestros gobernantes, aunque sea dándose un golpe en la cabeza, tengan un destello de lucidez y adquieran suficiente sensatez para no echar por la borda lo conseguido a lo largo de los últimos años, defendiendo con uñas y dientes la orquesta y coro que tenemos. Porque si algo tengo todavía más claro después de haber escuchado en Bayreuth a la mejor orquesta y coro wagnerianos del mundo, es que en Valencia contamos con una orquesta y un coro de auténtico lujo.

 

lunes, 24 de enero de 2011

"YEVGUENI ONEGUIN" (Piotr Ilich Tchaikovsky) - Palau de les Arts - 22/01/11


El pasado sábado se estrenó en el Palau de les Arts la ópera “Yevgueni Oneguin” de Tchaikovsky. Resultó llamativo de entrada el gran número de huecos visibles en la sala. Es verdad que en el reparto no había nombres famosos, que la gélida noche no invitaba a salir, que los precios de las entradas no menguan ni con el frío y que entre los asistentes estaba Rappel con su abrigo leopardino y sus gafas del revés, que eso asusta a cualquiera, pero me parece muy preocupante la poca capacidad de convocatoria de una ópera realmente preciosa.

Como no hay estreno valenciano que se precie sin que doña Helga nos brinde alguna sorpresa, en esta ocasión, tres días antes del mismo, como siempre sin previo anuncio ni posterior explicación, se sustituyó en la web de Les Arts el nombre de la Tatiana prevista, Amanda Echalaz, por el de Irina Mataeva, que se añadía así al cambio ya anunciado hace más tiempo de Anita Rachvelishvili como Olga, por Olga Belkina. No sé cómo lo hubieran hecho las cantantes ausentes, pero las sustitutas, siendo benévolo, diré que no destacaron precisamente.

Helga sigue con su política de Juan Palomo y los nombres de los artistas aparecen y desaparecen de la programación sin que los ignorantes que le pagamos el sueldo merezcamos ni una miserable nota explicativa.

La producción que se ha traído procede de la Ópera Nacional de Polonia y cuenta con dirección escénica de Mariusz Trelinski, de quien ya pudimos ver la pasada temporada su propuesta para “Madama Butterfly”. Como en aquella ocasión, la versión ahora presentada de “Yevgueni Oneguin” se caracteriza por su minimalismo escenográfico y está cargada de simbolismos, jugando un papel determinante la efectista iluminación de Felice Ross. En conjunto he de decir que el resultado me pareció positivo, aunque muy irregular, alternándose momentos muy inspirados con otros claramente fallidos, yendo en picado de más a menos.

Trelinski ha optado por incluir un personaje en escena no previsto en el libreto: Un mimo (ya sabéis cuánto me gustan los mimos) pintado de blanco que se pasea por la escena simbolizando un Oneguin anciano o un espíritu de éste. Al comienzo la cosa tiene su gracia y dota de gran poderío visual a algunas escenas, como la estocada simbólica que da a Tatiana condenándola desde el primer encuentro a su desgraciado amor, pero al cabo de un rato, como les suele pasar siempre a los mimos, acaba cargando al más pintado y lo único que consigue es entorpecer el seguimiento del drama.

Tampoco me gustó la pasarela Cibeles que se colocó rodeando el foso y que puntualmente usaban los cantantes para trasladar allí la acción, con esta manía de los directores de escena actuales de saltar "la cuarta pared” en cuanto pueden. Y encontré especialmente desafortunado que el momento final de la ópera tuviese lugar allí, con los cantantes delante de la orquesta, viéndose deslucido gratuitamente tanto el resultado musical como el impacto dramático de este fragmento esencial.

Por el contrario, me pareció acertado y muy inteligente el planteamiento escénico del primer acto (sensacional ese bosque) y de la escena del duelo del segundo, dotados de gran sencillez, con un alto valor estético y potenciando la carga dramática. Pero junto a esto, lamentablemente, el feísmo se apodera del comienzo del acto II, llegando a su punto culminante con la aparición del personaje de Triquet ridículamente caracterizado a modo de Electroduende con levita rosa, que por si fuera poco se ve acompañado en sus couplets por unos Cupidos con Dodotis y un hada que sale de un bulbo gigante que, como bien me señaló la amiga Mi, recordaba a una falla de sexta C.

La Polonesa que abre el acto III no tuvo mejor resolución, viéndose sustituida por un extravagante desfile de zombies sincopados en una sala con pinta de anuncio de Porcelanosa o discoteca viejuna de los 70, y la aparición de Tatiana con aspecto de femme fatale tampoco ayudó a dar coherencia a aquello.

A pesar de todo, como decía, creo que el resultado global general no es negativo y los aspectos criticados no llegaron a molestarme tanto como para considerar la propuesta de Trelinski rechazable, aunque sí fallida, ya que no culminó con éxito lo que tan bien empezó.

En lo musical, existía gran interés por ver como Omer Wellber afrontaba su segunda cita en el foso de Les Arts al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, tras el exitoso debut en “Aida”. A mi juicio, Wellber ha dejado claro que nos encontramos ante un buen director que además tiene el privilegio de contar con una excelente plantilla de músicos a su cargo y los resultados obtenidos hasta ahora son muy positivos y esperanzadores de cara a su futuro como director musical de la casa. Pero también tiene algunas cosas que mejorar, producto posiblemente de su juventud y del necesario periodo de rodaje y acople con la Orquesta.

Wellber esbozó una lectura apasionada, pulcra y detallista de la obra, consiguiendo mantener en todo instante la tensión dramática, y con algunos momentos de enorme intensidad, como en la fantástica introducción de las cuerdas al aria de Lensky, y exhibió una notable inteligencia concertante. En su debe ha de consignarse un volumen que, unido a unas voces no precisamente poderosas, tapó de manera inclemente en varias ocasiones a los cantantes, especialmente a Mataeva, con una escena final donde el desmadre decibélico fue exagerado, afeando el resultado. También se apreciaron algunos desequilibrios entre secciones, sobre todo en la Polonesa, aunque esto puede ser considerado normal en una función de estreno y es de prever que pueda irse ajustando en futuras representaciones.

Fuera de esto el rendimiento de la Orquesta fue espléndido, destacando la calidez y densidad de la cuerda y la precisión de los metales.

El Cor de la Generalitat volvió a hacer gala de su enorme calidad y, aunque también se apreció algún desajuste puntual con el foso, ofreció un rendimiento incuestionable, a pesar de tener que hacer frente a alguna coreografía mamarracha cum laude. Se ha suprimido en esta ocasión incomprensiblemente el Coro de Campesinos del principio del acto I, no sé si a instancias del director escénico o del musical.

Entre los solistas destacó claramente el Lensky de Dmitri Korchak. El tenor ruso no tiene una voz que me resulte especialmente bonita, sin embargo mostró una musicalidad excepcional, un legato impecable y un fraseo bellísimo, muy rico en matices, logrando alcanzar con su “Kuda, Kuda” el momento más emocionante de la noche con diferencia.

Artur Ruciński fue un Oneguin bastante correcto. Me gustó más que en su reciente papel de Lescaut en “Manon”. Presentó una agradable voz baritonal que proyectó con firmeza y suficiente volumen para hacer frente a las embestidas orquestales. Se le echó en falta un mayor poderío en el último acto y más implicación en el plano actoral.

La Tatiana sorpresa de Helga, Irina Mataeva, fue la gran decepción de la noche. No porque lo hiciese especialmente mal, pero es que un Oneguin sin una Tatiana que emocione, no es lo mismo. Esta soprano rusa, procedente del Mariinsky, no presentó deficiencias escandalosas, pero su canto es demasiado plano. Su voz lírica se movía cómoda en la zona central, con mayores apuros en cotas más comprometidas, con un volumen demasiado justito y sobre todo con unas limitaciones expresivas que son incompatibles con este personaje que precisa emocionar para ser creíble.

El bajo Günther Groissböck, como Gremin, destacó por su intencionado fraseo y contundentes graves en su preciosa aria. Bastante floja sin embargo estuvo Lena Belkina como Olga.
Helene Schneiderman fue una buena Lárina y mejor aún Margarita Nekrasova como Filíppievna, alcanzando profundidades muy notables con sus graves.

Emilio Sánchez, como Triquet, en su línea habitual. Mejor en el apartado actoral que en el vocal, aunque bastante hizo el hombre con no salir llorando del escenario tras ver la sonrojante pinta que se le había adjudicado.

El público asistente, salvo la señora del bolso con velcro que salió de la sala a la carrera (posiblemente para evitar su linchamiento), aplaudió a todos sin excepción, incluyendo a Trelinski que acudió al estreno, aunque los mayores bravos tuvieron por destinatarios a Korchak, Wellber y la Orquesta.

A pesar de los reparos que he hecho, la sensación con la que salí del teatro fue muy positiva, habiendo disfrutado de una estupenda noche de ópera, que tuvo su perfecto colofón en una cena con entrañables amigos que nos hizo olvidar el frío exterior y hasta el espantoso abrigo de Rappel.

Aunque Helga no se merezca que le hagamos publicidad gratis después de lo mal que trata al aficionado, como en el fondo soy muy bueno (y sobre todo, como sé que no me va a poder pagar ni con petromortadelos), desde aquí quiero animar a quien esté dudando si asiste o no a ver este “Yevgueni Oneguin”, o a quien tenga reticencias basadas en el desconocimiento de la obra o en que le imponga el hecho de enfrentarse a una “ópera rusa”, que acuda, que a buen seguro no saldrá defraudado. Tchaikovsky nunca falla.