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domingo, 8 de diciembre de 2013

PRIMA DE LA SCALA. UNA TRAVIATA SIN VERDI

Día de San Ambrosio. Milán. Prima de La Scala. Todo un clásico que, una vez más, gracias a las retransmisiones vía internet y cines, podemos disfrutar a distancia.

La cita de este año venía cargada de morbo y se presumía que podría ocurrir lo que finalmente ocurrió. Escoger La Traviata como apertura de la temporada operística milanesa para cerrar el año del bicentenario de Verdi en el presunto templo de las esencias verdianas, es una decisión tan oportuna como arriesgada. Si, además, el reparto lo conforman una alemana, un polaco y un serbio, la dirección musical se le encarga a un italiano que ya ha sido protestado por el público scaligero y la puesta en escena a un joven ruso responsable de algunas cuestionadas e innovadoras producciones, la reacción adversa de i loggionisti estaba prácticamente asegurada.

Comenzaré por decir que yo salí muy decepcionado de la sala por los resultados artísticos ofrecidos y triste por la respuesta final del público, que me pareció injusta y desproporcionada, tanto en lo bueno como en lo malo, a excepción del masivo abucheo a la dirección escénica que considero que fue merecidísimo y donde eché en falta incluso algún que otro producto hortofrutícola de temporada en la jeta (dura) del señor Tcherniakov.

Lamentablemente, pienso que ayer en ese teatro abarrotado y con tantos millones de espectadores pendientes de la pantalla, si alguna ausencia sonada hubo fue precisamente de quien más presente debía haber estado, el maestro Giuseppe Verdi. Ni la dirección escénica, ni la musical, ni los cantantes olieron a Verdi ni de lejos, y en algún caso mancillaron deshonrosamente su obra.

Comenzando por lo que debiera ser lo menos importante, pero que ayer resultó trascendente, la dirección escénica de Dmitri Tcherniakov fue una defecación de ganado vacuno de proporciones descomunales. Producciones anteriores del director ruso, como la de La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh, me han parecido magníficas, otras, como su Eugene Onegin me han interesado menos, pero siempre he encontrado ideas, más o menos discutibles, y un exhaustivo trabajo de dirección.

La Traviata de Tcherniakov empezó por desagradarme al constatar que el director no había tenido arrestos de plantear una lectura rompedora, con nuevas ideas. Su propuesta es tremendamente clásica en el fondo, con algún detalle absurdo para que parezca que se ha innovado, pero sin querer ser demasiado transgresor, salvo en puntuales imbecilidades. No hay lectura de fondo, ni concepción dramática, ni idea alguna. Parece un trabajo de encargo sin la más mínima empatía con la obra que se adapta y sin saber lo que se quiere decir.

Que en la segunda escena del segundo acto, la fiesta en casa de Flora, la aparición de los odiados toreros de Madrid y las gitanas se resuelva con el coro estático cantándole a un Alfredo que se encuentra allí presente antes de hora, es la prueba evidente de que aquello le importaba un pimiento a Tcherniakov y éste no tenía idea alguna que aportar.

Pero claro, había que dejar constancia de que se había trabajado mucho con los cantantes, así que el amigo Dmitri decidió que la pareja protagonista no parase un solo instante, pareciendo que les hubiera endosado una docena de red bull y una guindilla de Indonesia en el perineo a cada uno. La hiperactividad sin límite y la sobreactuación caracterizaron los dos primeros actos, llegando a la culminación del ridículo con la aparición del señor Germont, momento en el que Violetta se dedica a preparar el té y a ordenar la cocina, sin hacer ni puñetero caso al hombre ese que le está pidiendo que renuncie al amor de su hijo. Eso sí, de repente a Violetta le da un pronto y, sin saber nadie por qué, le dice que lo hará, sin que, ni escénica ni musicalmente, adquiera coherencia ese instante. El pobre Germont debió llegar a casa con complejo de Mister Celofán, porque su hijo tampoco le hizo ni caso y, mientras él le entonaba el “Di Provenza”, Alfredo se dedicaba a hacer pizza y a trocear (mejor dicho, asesinar) todo tipo de verduras. Toda esa hiperactividad además no aportaba nada, ni contaba nada nuevo, y lo único que hacía era distraer al espectador del canto y la música.

No me gustó tampoco que el personaje de Giuseppe, transmutado en una especie de Locomotoro con sonrisa de retrasado, tuviese que estar presente en medio de la discusión paterno filial; ni que ese papagayo, estético y canoro, que fue ayer la Annina-Pumuky de una patética Mara Zampieri, estuviese también por medio en todo momento.

En el tercer acto la aberración de Tcherniakov alcanza su clímax y, como se debió de dar cuenta de que aquello estaba quedando más clásico que una película de John Ford, se lanzó a perpetrar incoherentes majaderías sin límite, como hacer que Violetta se atiborre de pastillas y alcohol o que Alfredo llegue con una caja de ridículos merengues (que, por un instante, crearon en mí la vana esperanza de que surgiese por fin la genialidad y La Traviata finalizase con una guerra de tartazos digna de Charlot, pero no…). Ignoro qué nos quiso contar al final Tcherniakov, si es que quiso contar algo, y, lo que es peor, me importa un comino.

La escenografía resultó muy vistosa, pero me temo que en directo contribuiría de forma decisiva a que las voces se proyectasen con dificultad en el teatro.

El horroroso vestuario merecería un post en exclusiva, aunque creo que ya he dedicado demasiado tiempo a las heces mentales de Dmitri y sus secuaces. Sólo diré que tendrán suerte si Diana Damrau no les ha presentado ya una demanda por atentar a su honor y dignidad. Fue inevitable, viéndola ayer, no acordarme de Conchita Márquez Piquer

Con esos mimbres escénicos muy bien tenían que conjugarse todos los factores musicales para que el resultado final no fuese negativo. Y tampoco hubo suerte. Desde mi punto de vista, Daniele Gatti se equivocó. Su dirección me pareció tremendamente irregular, incoherente y completamente ausente de acentos verdianos. Los tempi vivos, pero sin vida, llegaron a ser charlotescos por momentos, combinándose con súbitas ralentizaciones, sin que ni unos ni otras contribuyeran a reforzar una tensión que permanentemente tendía a decaer y hacía dormirse al más pintado. El concertante final del segundo acto fue un cúmulo de despropósitos y en la entrada de Violetta en esa misma escena, hubo un apagón en el escenario, no sé si voluntario, y las voces callaron mientras la orquesta seguía tocando sin que nadie tomase las riendas de la situación.

Pienso que la dirección de Daniele Gatti, que tanto me gustó en su Parsifal, fue arriesgada pero muy desafortunada, y, sobre todo, alejada del espíritu de Verdi por mucho que se hablase de la recuperación de versiones originales y pamemas por el estilo. Si no eres capaz de transmitir el acento y sonido de Verdi, lo demás es secundario. Y si permites o induces a los cantantes a interpretar fuera de estilo, eres responsable del fiasco final. Así se lo hizo saber una sonora parte del teatro con un abucheo final quizás demasiado riguroso.

Diana Damrau, por el contrario, tuvo un éxito incontestable y unánime (o casi unánime, pues en sus últimos saludos pareció escucharse alguna voz discordante). A mí me gustó mucho su tercer acto, donde ofreció lo mejor de su Violetta, con una intensidad interpretativa y expresiva de alto voltaje, logrando que la emoción recorriese la sala en plenitud. Su ”Addio del passato” fue excelente y en “Gran Dio! morir sì giovane” estuvo sencillamente colosal. Este último acto creo que compensó todo el resto de su actuación que no me pareció tan alabable.

En los dos primeros actos la encontré más limitada, echándose en falta un centro más poderoso y pasando por los graves como podía. En la cabaletta del primer acto estuvo muy correcta, pero parecía poco implicada, culminando con un mi bemol impactante aunque un tanto chillado. Y en el segundo, su “Amami, Alfredo” se quedó corto de intensidad. No favoreció en nada su actuación las continuas risitas del personaje, más propias del verismo que de Verdi. La hiperactividad escénica tampoco ayudaba a construir un canto ligado y bien respirado. De cualquier modo, su entrega interpretativa y sus múltiples recursos expresivos, favorecieron un resultado final positivo.

La gran injusticia de la noche se cometió con el Alfredo de Piotr Beczala, quien fue objeto de un incomprensible abucheo. El tenor polaco hizo gala de una bellísima voz, enorme elegancia y musicalidad, un canto refinado y una entrega interpretativa absoluta, adaptándose con naturalidad a las estupideces dictadas por el regista. No entendí muy bien ese alarde en su cabaletta con unas variaciones y sobreagudos nunca hasta ahora escuchados, pero supongo que fueron impuestos por Gatti. Aparte de esto, en su contra poco se puede decir más allá de que el agudo mostrase alguna tirantez o que sonaba poco italiano, pero tampoco hubo italianitá alguna en Damrau y fue aclamada. Y, en cualquier caso, eso no puede justificar abuchear a un artista que ha cantado estupendamente bien.

Por eso no entiendo en absoluto por qué fue protestado de semejante y desproporcionada forma. Eso ha motivado que el tenor haya publicado en su facebook una nota muy dolido diciendo que no va a volver más a La Scala aunque es un profesional y cumplirá su contrato. Y que tampoco está de acuerdo con la visión del personaje que ha propuesto el director de escena. Es verdad que se ha sido muy injusto con él, pero estas rabietas de niño mimado tampoco le van a hacer ningún bien a su carrera.

Željko Lučić fue un Germont correcto, sin más, con algún detalle interesante, pero su emisión fue un tanto tosca, y expresivamente su interpretación resultó plana, siendo incapaz de transmitir la más mínima emoción. Aunque también es verdad que hay que tener en cuenta que al pobre allí nadie le hacía ni caso.

El resto de cantantes fue de un nivel impropio de un estreno de temporada en Milán, destacando una pésima Giuseppina Piunti como Flora y la inaceptable Annina de una Mara Zampieri a la que, al menos sus familiares, no le deberían permitir hacer el ridículo de semejante forma después de la relevante carrera que tiene a sus espaldas.

Al finalizar la representación se esperaba bronca y efectivamente se confirmaron los pronósticos, pero, como he dicho al comienzo, creo que la reacción del público milanés fue desproporcionada e injusta. La Damrau fue exageradamente braveada y objeto de una lluvia de flores como si fuese la mismísima Callas rediviva, mientras Beczala era objeto de un incomprensible abucheo por una parte del público, lo que se entendía todavía menos viendo cómo al resto del reparto se le aplaudía y braveaba, Zampieri incluida. También Gatti fue abucheado por gran parte de los presentes, mientras que la salida del equipo escénico, con Tcherniakov al frente, suscitó una total unanimidad en la bronca. Cuando cortaron la retransmisión, la guerra de abucheos e insultos estaba librándose entre diferentes facciones del público, unos contra otros.

Es verdad, y lo sabemos, que entre i loggionisti hay mucho cretino y demasiada pose, siendo ya casi una obligación el que tenga que haber escándalo para seguir siendo considerado el público más entendido. La reacción que tuvieron ayer con Beczala creo que les desacredita. Y considero que es más deseable un punto medio entre los furiosos loggionisti y las standing ovation a piñón fijo del Met. Pero también tengo que confesar que, aunque los excesos deban criticarse, en el fondo no deja de gustarme que siga habiendo lugares donde la ópera siga generando pasiones. Yo ya estoy esperando la prima del año que viene.


video de teatroallascala

sábado, 8 de diciembre de 2012

EL "LOHENGRIN" DE LA SCALA

Día de San Ambrosio nevado en Milán y, fiel a la tradición, apertura de la temporada operística en el mítico Teatro alla Scala. Afortunadamente, igual que ocurriera en años anteriores, esta función inaugural de ayer ha podido ser contemplada en directo desde cines de todo el mundo, lo que a los humildes mortales nos ha permitido asistir al acontecimiento sin tener que pagar los 2.400 euros que costaba una butaca.

Comentábamos ayer en el cine, mientras esperábamos que comenzase la retransmisión, las bondades y miserias de estas sesiones inaugurales a precios astronómicos sólo aptos para consolidadas fortunas dinásticas y presuntos delincuentes. Por una parte, es cierto que, con la caja de un estreno así, te has apañado la temporada. Ya quisiéramos en Les Arts que en el inicio de la sesión operística se consiguiese una recaudación como la del día de San Ambrosio en Milán. No dejaría de ser una suerte de patrocinio de la temporada por aquellos que quieren ser vistos en la platea con todo su atrezzo peletero-joyeril o su joven acompañante siliconada. Pero, por otro lado, es innegable que, sobre todo en la situación de crisis económica actual, parece un insulto esta exaltación del derroche y no hace mucho bien a la, ya de por sí deformada, imagen que el conjunto de la sociedad tiene del mundo de la ópera como algo ajeno y elitista.

Como también parece ser ya casi tradición, la temporada milanesa se inició con polémica. Como siempre, hubo en el exterior las habituales manifestaciones contra los recortes sociales y en protesta por la ostentación de la que hablaba antes. Pero además este año se ha generado un agrio debate a cuenta de la decisión de que el templo de las esencias de la ópera italiana abriese el ejercicio, en el que se va a conmemorar el bicentenario tanto del nacimiento de Giuseppe Verdi como del de Richard  Wagner, con una ópera de este último. El actual director musical scaligero, Daniel Barenboim, comentaba que Verdi nació a finales de 1813 y por eso se había pensado abrir esta temporada con un Wagner y la próxima con Verdi (“La Traviata”). Lo cierto, sea cual sea el motivo real, es que, haya sentado mejor o peor, teniendo de director musical a Barenboim es una garantía abrir la temporada con una obra de Richard Wagner.

Para la dirección escénica se ha contado esta vez con el alemán Claus Guth, un regista que no pocas veces ha suscitado polémica con sus particulares interpretaciones de los libretos. Yo tuve ocasión de ver en directo su “Parsifal” del Liceu del año pasado y francamente me gustó mucho, pese a algunas cosas discutibles.

Ayer tuve sensaciones muy contradictorias. Estéticamente, en conjunto, me gustó mucho la propuesta de Guth. El uso de la iluminación me pareció ejemplar. La escenografía muy vistosa, con una especie de patio de casa señorial en el que se desarrolla la acción de los sucesivos actos, desde la pradera con el roble de la justicia del primero, a una cámara nupcial del tercero que es sustituida por una marisma, muy discutible en cuanto al fondo, pero visualmente impactante. El vestuario, en general, también resulta atractivo, sobre todo esos vestidos iguales de Elsa y Ortrud, uno en blanco y el otro en negro, basados, según se dijo, en el que llevaba Claudia Cardinale en “Il Gattopardo”. Mucho más discutible me resultó el aspecto Amish de Lohengrin.

Es obvio que existe también una exhaustiva labor de dirección de actores, encontrándose además en esta ocasión con unos cantantes que han llevado a cabo un rendimiento óptimo en esta faceta, de acuerdo con las instrucciones del director, con un concepto del drama impecable y una construcción dramatúrgica muy elaborada.

El problema que yo le he encontrado es que la lectura que Guth ha querido realizar, y que intentó explicar en una entrevista que se ofreció en uno de los intermedios, era de difícil comprensión visual, incluso con tal explicación, y ofrecía una imagen que a veces provocaba más la risa (hubo carcajadas en el cine en momentos puntuales) que otra cosa. Significativo fue en este sentido el empeño en que el héroe Lohengrin aparezca en escena acurrucado en posición fetal y lanzando plumas, que esté cantando con espasmos como el tío Calambres de Luis Aguilé y agarrado permanentemente a una trompetilla de pregonero, cual tonto del pueblo. O que Elsa tenga permanente aspecto de estar más ida que un ciruelo y se rasque los brazos con desesperación como si hubiera sido presa de un ataque de chinches, además de sufrir puntuales desmayos catalépticos. Vamos, aquello por momentos parecía más “Alguien voló sobre el nido del cuco” que “Lohengrin”. Tampoco me gustó nada el abuso de hacer que los cantantes tuviesen que emplearse, contra una orquesta wagneriana, tumbados en el suelo.

No discuto que la propuesta de Guth tenga su interés (os recomiendo leer aquí el interesante análisis que hace maac en su blog) y que el asimilar el personaje de Lohengrin con el de Kaspar Hauser sea un acierto, pero a mí no me llegó y por momentos consiguió exasperarme, pese a que estéticamente me estaba gustando.

En lo musical la cosa me llenó mucho más. El maestro Daniel Barenboim volvió a hacer gala de su genialidad y ofreció una lectura riquísima en matices, con unos contrastes espectaculares entre los momentos dramáticos (¡qué pedazo de segundo acto!) y el lirismo desbordado de los instantes románticos, siempre con una tensión ajustadísima y unos sonidos hipnóticos, como esa cuerda del preludio o los cellos del comienzo del segundo acto.

En la Orquesta de la Scala hubo más de una pifia que, gracias a la amplificación de los sonidos para la retransmisión, quedaron en evidencia. Tampoco me pareció que tuviesen su mejor día los miembros del Coro, con algunos desajustes muy notables.

En cuanto a los cantantes, creo que merece destacarse el Lohengrin de Jonas Kaufmann. El alemán tiene sus amantes y sus detractores, que alaban o repudian sus actuaciones haga lo que haga, pero yo creo que criticar su Lohengrin carecería de toda justificación. Entube o no entube, con falsetes o con pianísimos auténticos, el caso es que la belleza y expresividad de su canto es innegable, su fraseo fue cuidadísimo y su entrega dramática óptima, pese a tener que emular a Tony Leblanc en “Los tramposos” o cantar el tercer acto chapoteando en agua. Su llamada del cisne me pareció antológica.

La también alemana Annette Dasch, la Elsa habitual de los últimos años en Bayreuth, sustituyó a última hora la baja de Anja Harteros y la de la sustituta prevista, la danesa Ann Petersen, no se sabe muy bien si por enfermedad de ambas o por mieditis aguda. Dasch cantó bien, pero es una cantante que no me llega nada de nada. Sonidos fijos y portamentos caracterizan sus subidas al agudo y su timbre me resulta ingrato. Dicho esto, reconozco que controla el papel, le da el aire requerido y su implicación dramática fue irreprochable, más meritoria aún si tenemos en cuenta que se ha incorporado a la producción de improviso, aunque su actuación pareciese ser fruto de meses de ensayos.

Evelyn Herlitzius fue una Ortrud que derrochó maldad, con una actuación escénica sobresaliente. Personalmente me desquicia con sus chillidos y gritos, pero admito que su vis dramática fue excelente.

Tómas Tómasson, como Friedrich von Telramund, comenzó el primer acto de manera espléndida, pero, a partir del segundo, su voz fue yendo a peor, siempre en el límite a punto de quebrarse, con un par de accidentes muy notorios, aunque milagrosamente consiguió finalizar sin que asomase la granja avícola que parecía esconder en su garganta.

Sensacional el rey Heinrich del grandísimo René Pape. Todo un ejemplo de elegancia vocal y nobleza tímbrica. También destacó, en un papel que suele ser casi anecdótico, el Heraldo del notable barítono Zeljko Lucic.

Al final hubo grandes ovaciones para los artistas, con aluvión de bravos especialmente dedicados a Herlitzius, Kaufmann y Barenboim. También hubo lluvia de claveles sobre el escenario que, en el caso de René Pape, a punto estuvo de dejarle de por vida condenado a interpretar a Wotan, porque casi le sacan un ojo. Yo esperaba un abucheo histórico a Guth, pero, mira por dónde, los bravos fueron casi más que los abucheos, lo cual en una prima de La Scala es como cortar dos orejas en San Isidro.

Y mientras ellos se lo pasaban pipa en Milán, en Valencia el President Fabra sacaba por fin del gobierno a la Consellera con apellido de sheriff de spaguetti-western y dejaba la Conselleria de Cultura, junto a Educación y Deporte, en manos de María José Catalá… pero esto es otra historia (para no dormir).