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martes, 15 de enero de 2013

"IOLANTA" (P.I.Tchaikovsky) - Gran Teatre del Liceu - 13/01/13


Ya prácticamente se ha escrito y dicho todo acerca del debut en el Gran Teatre del Liceu de la soprano rusa Anna Netrebko, en una versión en concierto de la ópera de Tchaikovsky “Iolanta”, dirigida por Valery Gergiev al frente de la Orquesta y Coro del Mariinski, a la que tuve la suerte de poder asistir el pasado domingo. Por distintos motivos, hasta hoy no he podido escribir y, aunque ya han transcurrido más de 48 horas desde mi salida del teatro, como la emoción por lo allí vivido todavía permanece, no quiero que pase más tiempo sin dejar aquí mis impresiones sobre una noche mágica.

Quienes ya hemos estado en unas cuantas representaciones de ópera en directo, sabemos que hay ocasiones en las que uno puede salir decepcionado, otras en las que lo hace satisfecho, otras en las que termina eufórico, pero pocas en las que sea consciente de haber vivido algo muy grande, algo histórico que podrá narrar cual abuelo cebolleta a sus descendientes o a sus cuidadores del geriátrico.

El éxito obtenido por Anna Netrebko en Barcelona ha sido algo realmente apoteósico. Y, a diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, aquí no se trataba de una concurrencia de fans incondicionales dispuestos a bravear hasta los gallos desafinados del artista. Algunos habría, claro está, pero la reacción unánimemente apasionada del público la percibí como algo puramente natural, fruto de la emoción incontenida provocada fundamentalmente por la excelencia del canto de Anna Netrebko.

El mejor ejemplo de esto fue el final del bellísimo dúo entre Iolanta y Vaudemont, donde, tras una actuación magistral de la soprano que fue rubricada con un agudo potentísimo y cristalino, de inmaculada ejecución, parte del público comenzó a aplaudir antes de que la música se detuviera, y, cuando la música se paró, la estruendosa ovación se prolongó durante largos minutos en los que los bravos no cesaron hasta que el director Valery Gergiev optó por reanudar la representación pese a que los aplausos no menguaban. No fue la típica metedura de pata del merluzo de turno que aplaude cuando no toca, sino una clara reacción incontrolada que respondía a la desbordante emoción que se había adueñado de la sala. Como me comentó a la salida el amigo Maac, la situación nos recordó aquellas grabaciones históricas de la Callas en La Scala donde era habitual que los aplausos y bravos a la diva se anticipasen a la finalización de la música.

Y ya desde su entrada en el escenario quedaba claro dónde estaba la diva de la noche. Allí apareció Netrebko entre los músicos y resto de solistas, todos ellos vestidos de negro, y ella con un espantoso modelito de color coral plagado de volantes tras el que daba la impresión que asomaría en cualquier momento el desaparecido Lauren Postigo anunciando que iba a dar comienzo la Antología de la Copla. Una diadema de princesa Disney y un escotazo descomunal completaban el llamativo aspecto de la cantante rusa. Pero realmente el aspecto no importaba en absoluto. Hubiese dado igual que hubiera ido vestida de monaguillo o de tortuga ninja, lo trascendental fue que Anna Netrebko comenzó a cantar y el mundo se paró.

Yo ya había tenido la suerte de escuchar su voz en directo en Salzburg en 2010 y, pese a ello, el impacto que me ha vuelto a producir ha sido enorme. Su voz se ha ensanchado casi tanto como otras zonas de su anatomía y su hermosísimo timbre cálido, riquísimo en armónicos, es puro terciopelo. Luce una tremenda homogeneidad y poderío en todos los registros, con un centro robusto de belleza resplandeciente. Su canto es inmensamente expresivo, adornado con infinitos matices. Su voz se proyecta y corre con potencia y naturalidad, sobrepasando con solvencia las barreras orquestales, y te envuelve como una seda, atrapándote en una burbuja de emoción de la que no escapas hasta mucho después de salir del teatro. Todo ello lo acompaña además con un comportamiento escénico extraordinario, mostrándose absolutamente entregada en su faceta actoral, incluso cuando, como en esta ocasión, se trata de una versión de concierto.

Aunque parezca ya casi un tópico repetirlo, hay que insistir en ello: Esta mujer tiene en el repertorio eslavo su hábitat natural, donde no tiene rival, y muero por pensar en esa Tatiana, de “Eugene Oneguin”, que recientemente debutará.

Pero el éxito de la noche no estuvo sólo en la voz de Anna Netrebko. Una parte sustancial se debe a la maravillosa dirección que llevó a cabo el señor del palillito, el gran Zar Valery Gergiev, al frente de la magnífica Orquesta del Mariinski. Siempre que veo dirigir a este hombre me pregunto cómo narices es posible que, con esa gestualidad parkinsoniana ininteligible, sea capaz de lograr extraer de la orquesta unos sonidos semejantes con tal precisión y ajuste. Pero Gergiev es un maestro indiscutible dirigiendo a Tchaikovsky y llevó a cabo una lectura profunda, matizada y cargada de lirismo y dolor que contribuyó de manera capital a llenar de emoción la sala.

Bajo la sabia dirección del Zar, la calidad de la Orquesta del Mariinski brilló en el Liceu con unas maderas extraordinarias, una percusión ajustadísima y sobre todo una sección de cuerda que es de otro mundo. Apenas sin darme cuenta, en el momento que tienen de protagonismo los violonchelos que retoman el tema del dúo, me encontré con los ojos llenos de lágrimas por la emoción que brotaba desde el escenario.

El Coro del Mariinski no tuvo mucho protagonismo, pero demostró solvencia y colaboró en su medida al estupendo resultado de conjunto, sobre todo en su fabulosa intervención en la escena final.

En cuanto a los solistas vocales que acompañaban a Netrebko, el nivel general fue bastante aceptable. El siempre complicado papel de Vaudemont corrió a cargo del tenor Sergei Shorokhodov, a quien ya había tenido la oportunidad de escucharle en Les Arts como Jasón, en la “Medea” del pasado Festival del Mediterrani. Creo que es de justicia decir que hizo una dignísima labor en un rol tan exigente y con el huracán Netrebko a su lado. Cierto es que tiene una emisión atrasada, especialmente en el agudo, donde además se denotan permanentes tiranteces y estrangulamientos, pero aún así consiguió resolver la papeleta llevando a cabo una actuación valiente y apasionada, pasándolas canutas en el infernal dúo, donde parecía un tomate a punto de reventar, pero saliendo vivo del trance y con todas las notas dadas.

Sergei Aleksashkin, como Rey René, fue posiblemente el más aplaudido tras Netrebko y Gergiev. Aleksashkin es un veterano y experimentado cantante y demostró conocer perfectamente el personaje, al que supo darle el énfasis y el carácter preciso, transmitiendo todo el dolor de un padre y ello pese a que su zona aguda se mostraba muy gastada y los graves más comprometidos eran más eructados que cantados.

Estupendo y sorprendente estuvo Yuri Vorobiev en el breve papel de Bertrand. Correcto Edem Umerov como Ibn-Hakia, solventando su aria con buen gusto. Destacó también la Marta de Natalia Yevstafieva, y muy musicales y eficaces  Anna Kiknadze y Eleonora Vindau como Laura y Brigitta. Bastante menos me gustó Alexander Gergalov como Robert, y todavía menos un pésimo Andrei Zorin como Almeric.

Pero daba igual, la noche era histórica y de ambiente triunfal y, aunque hubiese salido El Fary a saludar, se le hubiera ovacionado por un público enloquecido que llenaba el Liceu prácticamente en su totalidad. Tan sólo permanecieron sin ocupar un puñado de localidades de las más caras. Me sorprendió notablemente además el respetuoso silencio que se mantuvo durante toda la representación. En cada instante en que la música descendía en intensidad no se oía ni un ruido. Eso sí, los ruidos se guardaron para la escandalosa y eterna ovación final. No sé cuántos minutos se alargaron los aplausos y bravos, pero fueron muchos y de allí no se movía nadie, saliendo a saludar Netrebko junto a Shorokhodov, Aleksashkin y Gergiev en innumerables ocasiones.

A la salida se agolpaba un numeroso grupo de personas esperando la salida de la diva. Algunos dentro del recinto y otros ocupando la acera de Las Ramblas. Tardó bastante en salir y cuando lo hizo apenas se detuvo. Fue llevada prácticamente en volandas por unos ejercientes de guardaespaldas hasta la calzada de Las Ramblas, donde fue caminando entre los coches, respondiendo con su saludo a los aplausos de espectadores y viandantes como una auténtica estrellaza. El modelito tampoco tenía desperdicio. Como de moda sé menos aún que de ópera no sabría describirlo, pero a mí me recordaba a una monja con la espalda descubierta, pese al frío que hacía, aunque para una rusa aquello sería como estar en Benidorm en Agosto (por gente y por temperatura). Se subió a un monovolumen y se adentró en el congestionado tráfico de las Ramblas, por lo que, en un momento dado, quedó parado el vehículo al lado del grupo de amigos que estábamos allí charlando y, cuando me quise dar cuenta, estábamos todos los ilustres blogueros agitando la manita como imbéciles a la señora Netrebko cual si fuera la emperatriz Sissi.

En fin, hasta aquí la reseña de una jornada francamente inolvidable, que lo fue todavía más por la entrañable reunión de la que pude disfrutar alrededor de una mesa en una estupenda comida previa a la ópera, con buenos amigos y unos cuantos asiduos visitantes de este blog, a los que a partir de ahora ya puedo poner cara.

Joaquim, Colbrán, Kalamar, José Luis, Josep, Glòria: Gracias por vuestra hospitalidad y simpatía. Espero que muy pronto podamos repetirlo.

Os dejo con los videos del dúo entre Vaudemont y Iolanta correspondiente a la función del día 10 y del concertante final de la representación del pasado domingo:


video de LiceuOperaBarcelona



video de Florestanbcn